Adiós a Di Tella.

 

Con la muerte de Guido Di Tella la Argentina ha perdido a uno de sus contemporáneos más lúcidos y singulares. Su nombre queda indeleblemente ligado a la producción intelectual y artística del país, a la vida académica, a la política y a las relaciones internacionales.
El último gran capítulo de su vida Di Tella lo produjo como embajador argentino ante Estados Unidos y como Canciller, a lo largo de toda la década del noventa. Fueron años de enormes transformaciones. La caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética pusieron fin al orden planetario nacido en la segunda Posguerra, mientras el fenómeno de la globalización comenzó a ganar creciente velocidad impulsado por la formidable revolución tecnológica de la información y las comunicaciones.

El país necesitaba adaptarse a las flamantes reglas de un mundo nuevo. A partir de 1983 la Argentina había recuperado el control de su destino en manos de su pueblo y, con ello, la facultad de decidir cómo quería insertarse en el escenario internacional. Elegir a sus amigos, a sus adversarios y hacer las alianzas que mejor le sirvieran a su proyecto como nación. El combate de las fuerzas de la democracia terminó entonces de ganar, en nuestra política interna, para favorecer a los marginados y excluidos del proceso social y político, tuvo una naturaleza semejante a la que, todavía hoy, continúa pendiente para que los países periféricos queden dentro y no fuera del sistema internacional. Guido Di Tella se propuso - y logró con creces - recorrer ese camino.

Si se repara en que, hasta entonces, nuestras respectivas políticas exteriores no iban más allá que el recelo al vecino, de tal manera que dábamos por supuesto que el interés nacional de cada uno era inversamente proporcional al éxito del otro y que el destino de nuestras sociedades se jugaba en un ejercicio de suma cero donde todo consistía en prevalecer sobre el de al lado, la perspectiva de Di Tella debió parecer una suerte de reedición de la alegoría de la caverna: Afuera, más allá de nuestras disputas de vecindario, hay un mundo que se prepara para la competitividad y la globalización y que nos arrollará si no aprendemos a trabajar juntos.

Repasando libros y diarios de aquella época puede comprobarse que el pensamiento argentino en política exterior se concentraba en una mera competencia de prestigio con los vecinos y una adhesión invariablemente retórica a las grandes pujas mundiales, con más objetivo en invocar principios y reiterar, una y otra vez, abstracciones infinitas en torno de alguna nueva faceta de la dignidad nacional, que en buscar la transacción de intereses que mejorase la situación concreta de una sociedad que saliese al mundo a ganarse la vida.

Por ello, las políticas de cooperación activa con los vecinos - ya tentadas en la administración radical previa - conformaron el centro motor del proyecto de Di Tella: Sólo desde regiones unificadas, cuyo peso específico no se puede ignorar, podremos obtener el ingreso de nuestros conciudadanos a una participación equitativa en los beneficios - y no sólo en los perjuicios - del mundo global.

Durante 1989, la joven democracia argentina, recuperada sólo seis años antes, había afrontado su mayor crisis: el estallido de un orden económico cerrado e inflacionario que derivó en hiperinflación, parálisis productiva, agonía de un modelo de Estado burocrático y prebendario, agotamiento de reservas y caos social. El país necesitaba reconstruir su gobernabilidad y su tejido económico y debía hacerlo al mismo tiempo y con la misma lógica con que procuraba su inserción en el nuevo paisaje internacional, caracterizado por la superioridad estratégica indisputable de Estados Unidos.

Había que modificar rápidamente un modelo caracterizado por el aislamiento internacional, las tensiones centenarias con la primera potencia del mundo, las hipótesis de conflicto con nuestros vecinos, el amurallamiento de la economía, las actividades proliferantes y el desdén por la cooperación internacional.

En ese contexto se desplegó la acción del gobierno de Carlos Menem y la impronta de Di Tella en el campo de las relaciones exteriores.

Decía Perón que la política interna ha pasado a ser una cosa casi de provincias, hoy es todo política internacional, que juega dentro o fuera de los países. Y Di Tella - que, proveniente de un enclave social y cultural antiperonista, optó por esa bandería porque la creyó expresiva de un mensaje que superaba a la parcialidad integrándola a la Historia - comprendió como pocos ese anticipo de lo que vendría. Supo bien que la globalización entrañaba tantos peligros como oportunidades y diseñó una manera de integrarnos en el mundo que minimizara los daños y maximizara los beneficios: vínculo estrecho con Estados Unidos y la Alianza Occidental, fortalecimiento del MerCoSur, resolución de los diferendos fronterizos y alianza con Chile, búsqueda de los grandes de la Cuenca del Pacífico.

Baste imaginar a la Argentina en el mundo luego del 11 de Septiembre y de nuestro reciente default si no hubiéramos impreso ese giro que timoneó Di Tella. Hoy la perspectiva puede apreciarse con mayor claridad, pero entonces el mensaje era muy solitario, incomprendido y no pocas veces ridiculizado, ante la paciencia de Di Tella, por que es condición del buen estadista resultar contemporáneo de su propia posteridad.

En ese momento había que introducir esos cambios todos juntos y al mismo tiempo. Hubo, entonces, de aplicarse una política de shock, tal era la gravedad del aislamiento argentino.

Con las políticas de shock se puede triunfar o se puede fracasar. Lo que no se puede hacer es eternizarlas. Di Tella lo sabía bien: estaba preparado para entender que las políticas exitosas se convierten en propiedad de todos, como políticas de Estado, y a sus ejecutores se les reserva más bien la parte de los errores, las demasías o las boutades.

Hoy por hoy, tres cancilleres después, los parámetros fundamentales de esta política exterior no han cambiado: ya nadie propone retornar a No Alineados, votar en la ONU como Libia o Burkina Faso, fabricar misiles, alejarnos de Estados Unidos y la Alianza Occidental, vender material nuclear sin salvaguardias a países del Medio Oriente, invadir Chile, llamar a Brasil mal vecino o comportarnos con Itamaraty como si fuéramos India o Pakistán.

Hielos Continentales y Laguna del Desierto, procesos ensañadamente combatidos, terminaron mayoritariamente respaldados en el Congreso, luego de una memorable convocatoria binacional a una diplomacia parlamentaria de Estado; y la combatidísima transferencia ditelliana de la promoción del comercio exterior a la Chancillería contribuyó señaladamente a la triplicación de las exportaciones en ocho años: el Palacio San Martín salió a vender y pelear mercados, esto es, a prefigurar la diplomacia del siglo veintiuno.

La Argentina estuvo en el Golfo, lideró o colaboró decisivamente en la firma de Tlatelolco, TNP, el desarrollo de los cascos azules y cascos blancos y una entera y efectiva política regional de distensión con los vecinos. Fue después y no antes de la gestión de Di Tella y un puñado de notables cancilleres y ministros de defensa sudamericanos, que todos nosotros terminamos viviendo en la región más grande del planeta, con más población y superficie completamente libre de armamento nuclear, químico y bacteriológico. Brasil retiró sus destacamentos de nuestra frontera, nuestros aviones operan en sus portaaviones y las Armadas de Chile y la Argentina reparan y modernizan sus naves de guerra en astilleros indistintamente locales o trasandinos. Los respectivos presupuestos de defensa son los más reducidos del mundo en comparación con los productos brutos y la cooperación militar entre nuestros países no recuerda una situación comparable desde las guerras de la Independencia.

Aceptada y consagrada su política exterior, ya de vuelta en el llano, Di Tella era perfectamente conciente de que su aporte más personal, la política sobre Malvinas - de entre todas las que impulsó - seguía siendo la que todavía no cuenta con esa aceptación masiva que preanuncia a las políticas de Estado. Le dolía, pero esa circunstancia no lo hizo cambiar: pudiendo, como tantos, refugiarse en la retórica tonante, eligió otorgarle el más valiosos formato del legado. Dejó abierta, para el juicio de la posteridad, la vía del diálogo y la convivencia, convencido de que la solución definitiva no vendría de la mano de diplomáticos y juristas sino del contacto directo de las personas mismas que habitan tanto la Argentina continental como la insular.

Di Tella murió hace más de un mes. Hoy, tres cancilleres después, el ministerio de Relaciones Exteriores no ha dispuesto aún ninguna recordación, ningún luto, ninguna bandera a media asta aunque fuera un par de horas. Hacen bien: Di Tella tardará en irse.
Andrés Cisneros y Jorge Raventos , 26/02/2002

 

 

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