La autodesconexión del sistema mundial es un destino africano.

 

La Argentina que se habituó a la estabilidad y se integró al mundo durante la década del 90 necesita una estrategia que sea capaz de avanzar en aquel camino, no una que se esfuerce en erradicar esos logros.
Hay signos de la crisis argentina que van más allá de los ya obvios cacerolazos y de las dificultades del gobierno para gobernar o que, si se quiere, se montan sobre estos y otros hechos y los proyectan en una dimensión mayor.

Una expresión de esa dimensión más amplia es la reciente propuesta de Rudi Dornbusch y Ricardo Caballero ("Un plan que funcione para rescatar a la Argentina"), en la que se sugiere la necesidad de una cesión de soberanía referida a los aspectos financieros y económicos de Argentina, en los hechos, un protectorado extranjero sobre el país, en condiciones de fijar reglas de juego capaces de dotar a la economía de la "sustentabilidad" que reclaman Paul O'Neill y el FMI y del apego a las normas que, con aceleración creciente, van constituyendo el dispositivo de la sociedad mundial.

Dornbusch cita un antecedente austriaco y omite alguno quizás más elocuente, como el de Japón, que tras la derrota en la Segunda Guerra, adoptó instituciones y produjo reformas directamente impulsadas por la autoridad militar norteamericana, tendientes a vincular a Japón a las democracias capitalistas de Occidente, y a través de las cuales ese país alcanzó el poderío económico que aún hoy, en medio de una larga crisis, se le reconoce.

En relación con este tema, en nuestro encuentro de septiembre pasado mencioné un trabajo muy interesante de un intelectual japonés, que hoy es Director de Asuntos Económicos de su Cancillería, Hiroshi Tanaka, donde él reflexiona sobre la experiencia de su país, la experiencia japonesa moderna que se abre con dos bombas atómicas y con una constitución redactada por el ejército norteamericano de ocupación. Los japoneses no se dedicaron al lamento y la queja sino que partieron del reconocimiento de la realidad y, después de la derrota en la guerra, sacando todas las conclusiones de ese revés, decidieron jugar al juego que se jugaba, en la cancha que estaba demarcada y con las reglas que estaban fijadas. Y Tanaka señalaba: "No nos fue mal, en buena medida gracias a la presión externa".

Esta presión externa muchas veces, en virtud de cómo era traducida por la clase política japonesa, le provocó al pueblo japonés frustración y un sentimiento de insatisfacción. Pero lo cierto, señala Tanaka, es que esa presión externa, particularmente de los Estados Unidos, tuvo efectos favorables. El peso de la presión surgía de la realidad. Por un lado, del hecho de que para Japón era muy importante la asociación con Estados Unidos como aliado estratégico en las condiciones de la Guerra Fría. Pero también porque Estados Unidos era un mercado fundamental de sus productos, de modo que la amenaza de sanciones comerciales unilaterales eran elementos que efectivamente ejercían influencia sobre la opinión japonesa. Señala Tanaka que esas presiones contribuyeron decididamente a la modernización, reforma e incremento de las capacidades competitivas de Japón.

Ahora bien, esa intervención externa, que comenzó siendo la de la potencia victoriosa sobre una derrotada, tenía como fundamento fáctico una guerra y su resultado inapelable.

La intervención (quizás la palabra que no quiso mencionar O'Neill en su reciente paso por el Congreso de Estados Unidos) que sugieren Dornbusch y Caballero se plantea, en cambio, para un país, Argentina, que es aún - así sea por inercia - el que siete años atrás Estados Unidos declaró "aliado principal extra-OTAN". Más que indignarse demasiado con Dornbusch, es conveniente analizar el significado de esa propuesta y el de los hechos que la fundamentan.

"Las instituciones argentinas no funcionan, el gobierno no tiene buena reputación y la cohesión social ha colapsado", dictaminan Dornbusch y Caballero. El diagnóstico no parece demasiado extraño a la realidad.

Que las instituciones están en crisis, lo afirman todas las manifestaciones que cruzan el país. Y lo certifica el hecho de que, al dinamitar el sistema de la convertibilidad, el país puso en cuestión el conjunto de los contratos entre el Estado y los particulares y los de éstos entre sí, desatando una amplia conflictividad y una lucha distributiva en la que cada sector (y cada individuo) pelea por no pagar el costo de la reestructuración y no quedar así rezagado (o MÁS rezagado).

Pero la crisis de las instituciones, la desconfianza social en el Estado o la falta de compromiso con él, tiene raíces más antiguas, que se revelan en la búsqueda de refugio en sistemas jurídicos supra o extra-nacionales. Señales transparentes de ese hecho se dan, por ejemplo, en las cuestiones referidas a los derechos humanos, donde ciudadanos y organizaciones argentinos reclaman la acción de tribunales extranjeros. ¿Cómo interpretar la circunstancia de que una gran masa de ahorro argentino busca seguridad en bancos regidos por las normas y la Justicia de otros países sino en razón de su desconfianza en el Estado argentino? Una desconfianza que la subsistencia del corralito bancario, la no devolución de los depósitos en la moneda en que fueron realizados, la implícita hostilidad hacia la inversión externa y, en general, la expropiación de que se sienten víctimas los ahorristas argentinos contribuye a acentuar.

La sociedad argentina hace por lo menos un cuarto de siglo que ha adoptado al dólar como unidad monetaria de medida y como moneda de ahorro. Esa conducta dolarizadora ha sido, si bien se mira, un comportamiento defensivo racional de los argentinos y, al mismo tiempo, una medida de la desconfianza al Estado y al sistema político como salvaguardas de los frutos del trabajo y los emprendimientos: el repudio a la moneda es un mensaje simbólico inequívoco. Resulta difícil imaginar que pueda revertirse esa desconfianza por mero voluntarismo o por expresiones de deseo. La cesación de pagos de la deuda pública, el corralito, el colapso en que se encuentran el crédito, la producción y el comercio no hacen más que debilitar el poder nacional. Y las estrategias equivocadas agravan esa impotencia. En rigor, el peso (y lo que simboliza) volvió a ser aceptado paulatinamente por la sociedad, a partir de 1991, merced a que la ley de convertibilidad lo vinculaba al dólar y a que esa relación monetaria expresaba una política de fuerte conexión con el mundo y de alianza estratégica con la única superpotencia mundial, traducida en inversión, fuerte aumento de la productividad e índices "asiáticos" de incremento del producto.

En las condiciones que rigen el mundo post-guerra fría, la supremacía abrumadora de Estados Unidos alimenta y lidera un movimiento de raíces objetivas, montado sobre la gran revolución tecnológica de las dos últimas décadas, que va constituyendo, por primera vez en la historia una sociedad mundial. Como todas, ésta es una sociedad de poder y de nada vale clamar contra el poder ajeno o ensayar verbalismos compensatorios. De lo que se trata es de desarrollar el poder propio, que no puede surgir sino de la comprensión más descarnada de la realidad y de la participación más plena en esta nueva configuración del mundo, de ejercitar una política de inclusión, no de exclusión o, lo que es peor, de autoexclusión.

Una Argentina que se habituó a la estabilidad y se integró al mundo durante la década del 90 necesita una estrategia que sea capaz de avanzar en aquel camino, antes que una que se esfuerce en erradicar esos logros. El poder crece con la capacidad de encontrar asociaciones virtuosas, que vinculen al país a los flujos de inversión e intercambio que constituyen la corriente central de la época; lo contrario se traduce en aislamiento, decadencia, irrelevancia.

Si la Argentina no es capaz de tomar en sus propias manos, con lucidez y audacia, las tareas necesarias, las reformas que dejó pendiente el interrumpido proceso de transformaciones de la década del 90; si no es capaz de reformar su Estado y sus instituciones, recuperar la confianza y el compromiso de sus ciudadanos; si no es capaz de consolidar con actos las alianzas con los factores protagónicos y reconstruir el poder nacional, propuestas análogas a la de Dornbusch volverán a escucharse con insistencia. Esas, inclusive, serán las más auspiciosas.

Para decirlo con las palabras de Diego Guelar, embajador argentino en Washington, citadas hoy por Clarín, posiciones como la de Dornbusch expresan todavía un "critical engagement", es decir, un compromiso crítico con Argentina. Otras podrán inclinarse, lisa y llanamente, por el "decoupling", el desenganche, es decir por desconectar a la Argentina del sistema mundial o, simplemente, por aceptar su autodesconexión. A este podría llamársele: un destino africano. No debería ser el destino de la Argentina. Y no lo será si los argentinos somos capaces de elevarnos a la altura de nuestras responsabilidades y desarrollamos con vigor nuestra identidad nacional en el cauce de la construcción de la sociedad mundial -el universalismo- que está en marcha.
Jorge Raventos , 12/03/2002

 

 

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