La devaluación sellará el destino del gobierno.

 

El poder político no es el resultado de una suma aritmética de diputados y senadores. Es la capacidad efectiva para adoptar las decisiones drásticas, incluso extremas, que exigen las situaciones de crisis.
Ante todo, conviene hacer un poquito de historia para ayudarnos a ubicar dónde estamos parados en medio de este auténtico vendaval de acontecimientos que con creciente intensidad viene sacudiendo violentamente a la Argentina.

Hace hoy exactamente doce meses, aunque parece que hubiera pasado un siglo, el lunes 5 de marzo del año 2001, Ricardo López Murphy asumía el Ministerio de Economía, en reemplazo de José Luis Machinea. La tasa riesgo-país de la Argentina, que el 10 de diciembre de 1999, fecha de la asunción de Fernando De la Rúa, ascendía a seiscientos puntos básicos, se acercaba velozmente a los mil puntos básicos. Hoy está estacionada en los 4.000 puntos.

Cabe recordar que, en ese momento, marzo del año pasado, existía consenso alrededor de que, para salir de la recesión y avanzar en la reactivación de la economía, era indispensable que la tasa riesgo-país, que encarecía el crédito externo e interno a niveles verdaderamente insoportables para las empresas argentinas, se redujera a menos de ochocientos puntos.

La designación del nuevo ministro fue recibida con notoria animadversión por los dos partidos de la coalición gobernante, tanto por el radicalismo como por el Frepaso. Tanto fue así que, dentro del sistema político argentino, la expresión pública más significativa de respaldo al nombramiento de López Murphy fue una declaración emitida el martes 6 de marzo por el Consejo Nacional del Partido Justicialista, que llevaba la firma de Carlos Menem.

En rigor de verdad, puede afirmarse que la gestión de Machinea ya había agotado el ciclo de la Alianza en materia de política económica. La recesión económica generada por la crisis financiera internacional del sudeste asiático de mediados de 1997, que impactó fuertemente en la Argentina desde la devaluación del real en enero de 1999, estaba en vías de superación a fines de ese año, cuando De la Rúa asumió la presidencia.

Todos los indicadores económicos del cuarto trimestre de 1999 señalaban la existencia de una incipiente reactivación de la economía. Los pronósticos de los economistas y las consultoras especializadas coincidían unánimemente en vaticinar para la Argentina un crecimiento económico del orden del 4 % para el año 2000.

A pesar de estas perspectivas favorables, en ese mismo año 2000, cuando la economía mundial crecía un 5, 6 %, el índice de expansión más elevado de los últimos dieciséis años, la Argentina no creció un 4 %. Muy por el contrario, el país experimentó una caída del producto bruto interno del 0,5 %. Luego de esa performance negativa, en solo dos meses, enero y febrero del año 2001, el gobierno diluyó las expectativas generadas por un blindaje financiero internacional de 30.000 millones de dólares.

En ese contexto fuertemente crítico, lo de López Murphy fue lo que se suele calificar de "debut y despedida". Tardó diez días en diseñar un programa cuya sola enunciación generó una oleada de rechazo que llevó a su renuncia. Es altamente probable que si la salida de Machinea constituyó el "fin del principio" del gobierno de la Alianza, la remoción de López Murphy, ocurrida dos semanas después de su designación, haya sido el "principio del fin".

En esa situación de extrema debilidad política, Fernando De la Rúa convocó entonces a Domingo Cavallo, en ese momento visualizado por la mayoría de la opinión pública como el "salvador" de la economía argentina. Diez meses más tarde, De la Rúa y Cavallo eran expulsados del gobierno por un estallido social en el que confluyeron los saqueos a los supermercados en el Gran Buenos Aires y el inédito "cacerolazo" de la clase media porteña.

Los indicadores de ese período son verdaderamente apabullantes. La tasa riesgo país, que era de 1.000 puntos básicos en marzo del año 2001, trepó a los 4.000 puntos en diciembre pasado. El producto bruto interno cayó más de un cuatro por ciento. La tasa de desempleo rompió la barrera del 20 % y alcanzó los niveles más elevados de toda la historia argentina. Lo mismo ocurría con los índices de pobreza y de marginalidad social.

En esos apenas diez meses, las reservas monetarias del Banco Central descendieron más de la mitad. Disminuyeron de más de 30.000 millones de dólares a menos de 14.000 millones de dólares, en una fuga de capitales acelerada a partir de la remoción de Pedro Pou de la presidencia del Banco Central. Y, a pesar de la política de "déficit cero", el déficit fiscal del Estado nacional llegó a los 11.000 millones de dólares, un desequilibrio un 30 % mayor que el de 1999. El retiro masivo de depósitos llevó además a la quiebra al sistema financiero argentino, que hasta hace poco tiempo estaba considerado como el más sólido y confiable de toda América Latina.

Sobran entonces elementos de juicio absolutamente objetivos para señalar que el gobierno de la Alianza fue uno de los peores gobiernos de toda la historia argentina. Batió un récord que había establecido el propio radicalismo doce años atrás. Porque la crisis de gobernabilidad que desencadenó la caída de De la Rúa fue aún más terrible y devastadora que el colapso hiperinflacionario que en julio de 1989 precipitó la salida de Raúl Alfonsín.

Si alguna vez fuera necesario dar un ejemplo simple, paradigmático y contundente de la importancia del liderazgo político para lograr el éxito económico, el contraste entre el fracaso de Cavallo durante el gobierno de De la Rúa y el éxito de Cavallo durante la presidencia de Carlos Menem ahorraría la lectura de varios libros de texto.

La formidable crisis de confianza nacional e internacional que el gobierno de la Alianza generó desde su primer día de gestión, e incrementó con prisa y sin pausa, semana tras semana, durante su efímero paso por el poder, alcanzó su máxima expresión en la corrida bancaria que culminó el viernes 30 de noviembre y originó el "corralito financiero" que asfixia hoy a la economía argentina. Para dimensionar la singularidad de este hecho, baste decir que es la primera vez, en la historia de las finanzas mundiales, en que la totalidad de los ahorristas quieren recuperar simultáneamente la totalidad de los depósitos colocados en la totalidad de los bancos.

Un fenómeno de estas características, ocurrido, además, en un país que no estaba al borde de una guerra civil o de un conflicto bélico internacional, ni tampoco sufría la amenaza de un golpe de estado ni del advenimiento de un régimen socialista, es decir, una crisis de carácter interno inducida por la desconfianza en la capacidad de un gobierno para evitar un colapso económico, será seguramente motivo de estudio y análisis durante muchísimos años, acaso décadas, en todas las universidades y centros de estudios económicos especializados del mundo entero.

Pero, a esta altura del análisis, es conveniente precisar que el gobierno de la Alianza y su estrepitoso fracaso eran solo la mitad del problema. La otra mitad residía en la oposición, o sea, principalmente en el peronismo, al que las circunstancias llevaban inexorablemente a ocupar el vacío de poder antes de diciembre del año 2003, esto es, mucho antes del cumplimiento de los plazos constitucionalmente previstos.

El estado de aguda horizontalización política que experimenta el peronismo en los últimos años, acentuado por la derrota electoral en las elecciones presidenciales de octubre de 1999, le impidió constituirse a tiempo en una verdadera alternativa de poder frente a la veloz descomposición del gobierno de De la Rúa. Su victoria en las elecciones legislativas de octubre del 2001 lo colocó en la antesala de la asunción de una responsabilidad política para la que todavía no estaba suficientemente preparado.

De allí la extremada precariedad del fugaz intento encarnado por Adolfo Rodríguez Saá, expresión de los gobernadores de las denominadas provincias chicas, aglutinadas en el Frente Federal Solidario, que en diciembre pasado habían podido instalar a Ramón Puerta como titular provisional del Senado, o sea, en el primer escalón constitucional de la inminente sucesión presidencial. No obstante, en su brevísimo paso por el poder, el gobierno de Rodríguez Saá se caracterizó por dos decisiones políticas que, vistas en perspectiva, son absolutamente trascendentes. La primera fue la determinación de no devaluar. La segunda fue el intento de impulsar una drástica reducción del gasto público nacional, a través de una fuerte descentralización política, reflejada en la eliminación de los ministerios de Educación, Salud Pública y Acción Social y en la intención de avanzar en la federalización del PAMI.

La posterior designación de Eduardo Duhalde fue el resultado de un acuerdo político, legalizado por la Asamblea Legislativa, entre las dos estructuras partidarias más poderosas de la Argentina y probablemente de toda América del Sur. Ese entendimiento entre el peronismo bonaerense, encabezado por Duhalde, y el radicalismo de la provincia de Buenos Aires, liderado por Alfonsín, logró imponerse como un hecho consumado frente al conjunto del peronismo, carente de un proyecto común y de una alternativa política unificada.

En una situación extremadamente difícil, el nuevo gobierno cometió de entrada un gravísimo error estratégico: la devaluación monetaria, cuyas consecuencias no pueden sino provocar una profundización de la crisis económica y un fuerte incremento de la conflictividad social.

Es obvio que los constantes desaciertos que habían caracterizado al gobierno de la Alianza habían colocado al régimen de convertibilidad en un virtual estado de terapia intensiva. De allí que, a fines del año 2001, la Argentina había quedado encerrada en una opción de hierro: profundizar el camino iniciado en 1991 con la implantación de la convertibilidad, a través del mecanismo de la dolarización, o admitir la necesidad de devaluar la moneda argentina.

En las condiciones estructurales de la Argentina, la devaluación monetaria no puede sino golpear severamente sobre el salario de los trabajadores, los haberes de los jubilados, los activos de las empresas y el patrimonio de las familias argentinas. Beneficia, en cambio, a aquella minoría privilegiada que tiene colocados sus ahorros en el exterior.

Se trata, por lo tanto, de una decisión socialmente regresiva, que incrementa los ya elevadísimos índices de pobreza y de marginalidad. El aumento de los bienes transables internacionalmente, en particular de los alimentos, repercute y repercutirá inexorablemente mucho más aún sobre el valor de la canasta de consumo de las familias de menores ingresos.

Segunda Parte
Pascual Albanese , 12/03/2002

 

 

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