Estilo y compromisos .

 

Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina.
Durante unas 48 horas de la semana última, Argentina formó parte de un breve y distinguido listado de países (junto a Liberia, Somalia, Irak, Sudán y Zimbabwe) cuyo rasgo en común reside en haber incurrido en default con los organismos internacionales de crédito. La mera enumeración de ese conjunto de naciones expone con elocuencia la profundidad de la caída que suponía persistir en la cesación de pagos decidida el martes 9, cuando el gobierno resolvió no cancelar vencimientos por 2.900 millones de dólares.

Si bien el Presidente decidió un día después pagar y reparar el daño, el paso rasante por la situación de default provocó una indisimulable tirantez entre la Casa Rosada y el Palacio de Hacienda, que los laderos de Roberto Lavagna se ocuparon de filtrar a la prensa. Para el ministro, que el fin de semana anterior consideraba cerrado el acuerdo, la desafiante actitud de postergar el pago cuando ya las líneas del arreglo estaban coordinadas entre su despacho y el de Horst Köhler, el número uno del Fondo (con el Secretario del Tesoro de Estados Unidos como algo más que un amable componedor), tendrá un costo más temprano que tarde y no generó más réditos que incorporar al texto del “virtual acuerdo” (como precavidamente lo definió el Presidente), algunos párrafos para consumo interno argentino. En rigor, también incorporó otros dos elementos: un gesto dramático de resistencia destinado a la opinión pública de izquierda, de cuyo voto necesita Kirchner para que Aníbal Ibarra alcance la victoria en la Capital Federal; y, además, un acto de protagonismo que le acreditase a la Casa de Gobierno (no al Palacio de Hacienda) la paternidad de la solución.

Más allá de esos pormenores y dilaciones, el acuerdo con el Fondo y las vías por la que éste se alcanzó (sin descontar el respaldo, solicitado y obtenido, del gobierno de George W. Bush) implican una importante definición de parte de Kirchner. La Casa Rosada, así sea con reparos, desoyó el consejo de algunos de sus amigos y aliados, que lo impulsaban a divorciarse del FMI y a “vivir con lo nuestro”; se comprometió además, a garantizar el año próximo un superávit fiscal promedio de 3 puntos del PBI, el ajuste más notable propuesto por un gobierno en más de medio siglo (recuérdese que Domingo Cavallo se contentaba, en su última gestión, con auspiciar el “déficit cero” y Ricardo López Murphy, en su vertiginoso paso por el ministerio de Economía, aspiraba a rozar el 2 por ciento).

Si bien la actualización de las tarifas de los servicios públicos fue sólo aludida en el acuerdo escrito que se difundió, está claro que Kirchner dará pasos en ese sentido antes de fin de año. Köhler, para que nadie lo olvide, reiteró el viernes que si el gobierno “ no avanza con respecto a las empresas de servicios públicos, esto podría ser un nuevo impedimento para un crecimiento sostenido, para superar la pobreza y la situación social de su pueblo" y sostuvo que “en el programa se verá que se aborda la compensación a los bancos y a esas empresas”.

Empeñado en que no se registrase en el papel un compromiso de superávit fiscal primario para los años 2005 y 2006, el Presidente logró su objetivo, pero lo hizo a costa de que el acuerdo perdiera eficacia en generar un horizonte de certidumbre que permita a la Argentina recuperar el crédito y la inversión. Con un acuerdo que a estos efectos es de corto plazo (sólo compromete metas para el 2004), es más que improbable que el país pueda reducir la desconfianza del mundo, reflejada en una tasa de riesgo-país de 4500 puntos básicos.

En cualquier caso, una combinación de resolución y ambigüedad le permitió a Kirchner vender a sus aliados de izquierda un acuerdo que, en otras circunstancias, habrían repudiado activamente.

La negociación con el Fondo, por otra parte, impulsa a la Casa Rosada a una mayor aproximación a la Casa Blanca, por cuya vital influencia en la flexibilización del acuerdo escrito con el Fondo quedó en deuda.

George W. Bush telefoneó el viernes a Néstor Kirchner y le sugirió que el canciller argentino, Rafael Bielsa, trabajara en común con los representantes de Estados Unidos por el éxito de la reunión de la Organización Mundial de Comercio desarollada en Cancún, donde se han discutido los obstáculos al libre intercambio de productos y servicios y, esencialmente, los subsidios agrícolas de los países desarrollados.

“Ahora –señala la corresponsal de Clarín en Washington – en la lista de asuntos que Estados Unidos puede pedirle a la Argentina a cambio por este apoyo figuran el envío de tropas a Irak, el voto en la Comisión de Derechos Humanos contra Cuba y la inmunidad de soldados norteamericanos entre otras cosas. El pedido con respecto a la OMC es sólo un comienzo”.

Si en el campo internacional los hechos empujan a Kirchner a una asociación realista con el gobierno republicano de Estados Unidos, en el plano interno también comienzan a observarse atisbos de un giro realista. Son señales tímidas, es cierto, pero probablemente insinúan el reconocimiento anticipado del cuadro político que surgirá cuando concluya, en noviembre, el extenso proceso electoral en curso.

A partir de la firma del acuerdo con el Fondo se notó en el discurso presidencial un marcado esfuerzo por modificar el estilo. Justamente “el estilo de Kirchner” ha sido el centro sobre el que han apuntado Eduardo Duhalde, su esposa Chiche y los principales voceros del aparato peronista bonaerense para diferenciarse de algunos gestos exaltados y confrontativos del Presidente. Kirchner buscó en los últimos días mostrarse más medido y menos condenatorio de sus adversarios (aunque no ha cesado en la demonización de la década del 90): “perdonó” a Daniel Scioli y hasta se mostró ante las cámaras conversando con él cordialmente en el acto de cierre de la campaña del PJ de la provincia de Buenos Aires. En ese mismo acto, por primera vez en cuatro meses, ensayó una interpretación de su “proyecto transversal” describiéndolo como una política del peronismo para convocar aliados de fuera de sus filas. Es decir, una política realizada desde el PJ hacia el exterior. Hasta el momento, en los hechos, la transversalidad kirchnerista luce, por el contrario, como un intento presidencial de acumular fuerzas fuera del PJ para asentar allí su poder y negociar desde esa plataforma con el peronismo.

Se verá si esos leves signos se convierten en una tendencia firme o son apenas un gesto fugaz de transacción con el duhaldismo, que hasta aquí parece haberlos recibido con alivio, pues no quiere precipitar un conflicto con un presidente que sigue envuelto en el respaldo de las encuestas de opinión pública.

En cualquier caso, Kirchner no ignora que, desde diciembre, un Congreso dominado por el peronismo y una legión de gobernadores de ese mismo signo le reclamarán un proceso de negociación permanente para el que es bueno comenzar a poner en remojo las barbas.

El oficialismo pudo respirar aliviado el domingo por la victoria de Aníbal Ibarra sobre Mauricio Macri en la Capital Federal. Por estrecho que haya sido ese triunfo, la Casa Rosada consiguió evitar el revés en que se habría traducido un resultado favorable al presidente de Boca Juniors. De cualquier modo, el hecho de que poco menos de la mitad del electorado porteño rechazara al candidato de Kirchner es una señal a tomar en cuenta: el gobierno ha desplegado una política destinada a conquistar a la opinión pública de las grandes urbes, empezando por la clase media porteña, y allí virtualmente el electorado se dividió por mitades: uno de cada dos votantes le ha dado la espalda.
Jorge Raventos , 16/09/2003

 

 

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