El cartero cobra dos veces .

 


Jorge Raventos analiza la reciente evolución de la situación política argentina.
Como en los resonantes culebrones de la televisión, la novela que interpreta el ex secretario legislativo del Senado Mario Pontaquarto incorpora en cada capítulo algún personaje nuevo, algún giro dramático que busca repercusión en el gran público. También como en los buenos productos de la TV, la línea argumental es medida por encuestadores. Los guionistas cuentan con una certeza: la amplia mayoría de la opinión pública está dispuesta a creer que el trámite de la ley de flexibilización laboral aprobada casi cuatro años atrás por el Congreso (no sólo senadores, también diputados) estuvo aceitado por medio del trapicheo entre el gobierno de la Alianza y los legisladores y probablemente por el empleo de lo que Ernesto Guevara hubiera llamado “estímulos materiales” e Hipólito Irigoyen hubiera designado como “patéticas miserabilidades”. Apoyados en esa medición de audiencia, los autores del culebrón sienten que avanzan sobre seguro, aunque a veces dejan hilos sueltos, a veces el guión presenta inconsistencias y en algunos casos los personajes previstos para jugar el papel de buenos acaban repudiados por el público y estacionan en el sitio de los malos. Este es, por ejemplo, el caso de Carlos Chacho Alvarez a quien el excesivo protagonismo le hizo mal: sólo una de cuatro personas encuestadas por Clarín entendieron que su actuación en este affaire le mejoró la imagen machucada que arrastra desde su renuncia a la vicepresidencia.

En sus últimas apariciones, Pontaquarto -en el rol del Arrepentido- introdujo en la trama a dos personajes de los que hasta el momento no había hablado. Uno, Enrique Nosiglia, un político vituperado por el oficialismo transversal y largamente enfrentado con Alvarez. Otro, el ex senador Ricardo Branda, que hoy se sienta en una silla del directorio del Banco Central que el gobierno quisiera despejada para que la ocupe otro. En el caso de Nosiglia, el Arrepentido dice haber recibido una llamada de su secretaria (Nosiglia, boquense de alma, había acompañado la gira de su equipo a Japón y allí celebraba la copa mundial conquistada por los xeneixes) que lo citaba para hablar con “Fernando de Pilar”. ¿Fernando De Santibáñez, Fernando De la Rúa? El Arrepentido dice no saber de qué Fernando se trataba. Pero, ¿sabe realmente si la llamada que recibió procedía verdaderamente de Nosiglia? Sobre este particular el misterioso personaje no se pronunció ni por la certeza ni por la duda, pero los medios decidieron dar por cierto y comprobado el hecho.

En el caso de Branda, el propio Pontaquarto testimonia que el llamado al Banco Central lo hizo él y que además grabó la conversación (¿por indicación de quién?) con la evidente finalidad de incriminar al ex senador. Esto, si uno se apega a su relato, ocurrió varios días antes de que Pontaquarto se presentara ante la Justicia y se prestara a la entrevista de la revista TXT, pero después de que hubiera mantenido reuniones con Aníbal Ibarra, con el Jefe de Gabinete Alberto Fernández y con la senadora Vilma Ibarra, unida familiarmente con el primero y vinculada amistosamente tanto con Fernández como con Alvarez.

La trama del soborno denunciada por Pontaquarto compite en importancia con el tejido que sostiene la misma denuncia. Porque si es cierto que una ley surgida de la mediación de pagos irregulares constituye un escándalo, no sería menos escandaloso que la denuncia estuviera fogoneada políticamente (¿y económicamente?) con instrumentos igualmente irregulares y tuviera como objetivo -como declaró de movida Carlos Alvarez- “llevarse puesto al sistema político”.

Esta última meta parece funcional a cierto relato que desgranan algunos voceros de la llamada transversalidad oficialista, según el cual atravesamos la gestación de una “etapa fundacional”, que viene a “poner una bisagra” en una historia iniciada a mediados de la década del ’70 (a partir de la renuncia de Héctor Cámpora), signada por la complicidad o la debilidad del sistema político ante “el neoliberalismo”. La etapa fundacional, al parecer, necesita uno -o varios- sacrificios ceremoniales. El piquetero preferido de la Casa Rosada, Luis D’Elía, enumeró el viernes 19 en el estadio dio Atlanta, ante 6.000 personas y bajo los retratos de Kirchner, Fidel Castro y Hugo, cuáles son las víctimas sacrificiales por las que él se inclina.

Pontaquarto, confeso distribuidor de sobres en el pasado, escribe su propia lista, aunque la víctima principal de su narración no son personas, sino el cuerpo legislativo como tal. En el rol de arrepentido y denunciante, ha conseguido recursos que afirma no haber obtenido en los tiempos en que transportaba millones de pesos. Ahora cuenta con abogados caros, alguien sostiene a su familia en el exterior (¿habría solicitado Pontaquarto que sacaran a su esposa e hijos del país sin preocuparse por su alojamiento y bienestar?) y él, el único que ha confesado un delito, tiene la buena fortuna de conseguir una autorización judicial para abandonar el país que se les niega a sus denunciados.

Los escándalos de fin de año quizás tengan un fin anunciado: no en vano algunos dirigentes políticos, como Lilita Carrió, se preocupan por lo que llaman “hegemonía”. La propia ex legisladora recibió una advertencia el domingo pasado en el texto de un conocido columnista que se envaneces de ocupar un asiento en la “mesa chica” de las decisiones nacionales. En ese comentario se señalaba que “una fogosa ex legisladora” que cuestiona al gobierno había solicitado “10.000 planes” para financiar su estructura política. Carrió no era nombrada en ese párrafo, sino unas cuantas líneas más abajo. Los escándalos pueden amenazar a cualquiera. Pero los culebrones con fin anunciado pueden perder rating rápidamente. Lo que nunca está anunciado previamente es el devenir de la caprichosa realidad. Eso es lo que garantiza el interés del público.

Jorge Raventos , 23/12/2003

 

 

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