Andrés Cisneros examina las posibles repercusiones de las elecciones presidenciales estadounidenses en el escenarios latinoamericano, regional y nacional. |
América Latina
no se encuentra entre nuestras
actuales prioridades
Colin Powell, 2004,
mientras informaba al Senado
la disminución del monto de ayuda directa
de los EE.UU. a la región.
El notorio avance de Kerry en las encuestas está haciendo reverdecer un mito recurrente cada vez que nos aproximamos a nuevas elecciones nacionales norteamericanas: que la eventual victoria tal o cual candidato significaría un cambio significativo en la política de Washington para con América Latina. El aserto ha probado ser falso una y otra vez, si se exceptúa la ya remota Alianza Para el Progreso. Pero cada tanto reaparece.
En esta oportunidad, esas expectativas se empinan al amparo de un factor sumamente dinámico: la creciente importancia numérica del electorado de origen latino. En efecto, no hay lugar en estas páginas para transcribir cifras y cuadros, pero el dato es rigurosamente cierto. ¿Debemos, entonces, prepararnos para el fin del mito? ¿Impulsará el voto latino una mayor atención de Washington hacia nuestra región?
Poco probable. Desde que los legisladores latinos comenzaron a aparecer en las Cámaras y hasta este momento, en que en la de Representantes ya conforman un caucus reconocido, su comportamiento en las votaciones ha sido mayoritariamente de cabotaje: reflejan los intereses puntuales de los latinos que viven allí, en Estados Unidos, no de los que estamos fuera. Empleo, salud, educación, igualdad de oportunidades, radicación de inmigrantes; eso los moviliza. Ha sido muy estudiado, por ejemplo, que cuando esos legisladores se enfrentan a disyuntivas como bajar aranceles para facilitar el ingreso de productos latinoamericanos o, por el contrario, mantenerlos e incluso incrementarlos para defender mano de obra local, optaron una y otra vez por esta última alternativa.
No se registra un comportamiento fuertemente diferenciado de ese caucus a favor de medidas pro-latinoamericanas, como pudo verificarse en el larguísimo debate y negociación voto a voto de los acuerdos que condujeron a la firma final del NAFTA. Pasará mucho, mucho tiempo antes de que la comunidad latina en EE.UU. decida vincular -si alguna vez lo hace- la defensa de los intereses de sus miembros con los de sus paisanos en origen.
Todo indica que, gane quien gane, la prioridad de América latina para EE.UU. seguirá siendo baja, sin cambios a la vista. Hace décadas que no tienen lo que podría seriamente llamarse una Agenda Política, integral, digna de ese nombre, históricamente reemplazada, según el caso, por el fervor panamericano de la segunda guerra, la cruzada anticomunista después, el combate al narcotráfico y, ahora, por el "pasa/no pasa" de adherir un ALCA prêt- à- porter, ya casi cerrado a toda discusión de fondo. El resto es silencio.
Mientras tanto, la OEA anuncia que acepta supervisar el inminente plebiscito venezolano, como única manera de asegurar, otra vez, la transparencia electoral necesaria. Organismo de bajísima utilidad histórica, la OEA está encontrando, en esta suerte de auditoria electoral itinerante, una función que le permita aportar efectivamente en el destino de nuestros pueblos. Bien por la OEA. Pero malo para nosotros: la creciente necesidad de que vengan desde afuera a garantizar la limpieza de nuestros sufragios denuncia las automutilaciones que permanentemente propinamos a nuestras languidecientes democracias, cada día menos aceptadas por la gente como la única vía legítima hacia el desarrollo.
Peor aun: las últimas encuestas de Latinobarómetro, disponibles en Internet, consignan que ya está siendo mayoría la proporción de latinoamericanos que aceptaría postergar los beneficios de la democracia a cambio de crecimiento económico. Todos sabemos que se trata de un dilema falso y que, como tal, tiene un nombre. Un nombre tan ominoso que nos miramos unos a otros y, hasta ahora, nos abstenemos de pronunciarlo. Por el momento, la mayoría prefiere mirar para otro lado y sonreír, como ante niños, frente a los desbordes del pintoresquismo populista regional. Quien sabe, hasta es posible que Chávez gane las votaciones y todo.
En suma, nuestra eventual presencia en la agenda exterior norteamericana no saldrá, otra vez, como no salió nunca, de las plataformas de los candidatos estadounidenses ni de la improbable ansiedad de los funcionarios del Departamento de Estado por contarnos entre sus aliados. Si surge, tendrá que ser de nosotros mismos, de la lúcida imbricación de nuestros proyectos nacionales con la agenda exterior de los países y regiones más dinámicos del planeta, claramente encabezados -nos guste mucho o poco- por la superpotencia más gravitante en el mundo desde los tiempos de Roma. La alternativa no es la autonomía, es la pérdida de la importancia, la marginación. Como ocurre cuando una persona, o un país, deciden pegarse un viaje y saltar hacia atrás. Por ejemplo, unos treinta años.
|
Andrés Cisneros , 14/06/2004 |
|
 |