La Argentina en la nueva guerra mundial.

 

Por primera vez en setenta años, desde el ataque japonés a Pearl Harbor, el Congreso de los Estados Unidos aprobó por unanimidad una declaración de guerra. Argentina, atacada por dos veces por el terrorismo internacional, no puede permanecer al margen del nuevo sistema global de seguridad que se está gestando.
La inteligencia política, a diferencia de la inteligencia académica, se caracteriza por ser siempre la inteligencia de una situación determinada, en lo que esa situación tiene de singular e intransferible. Por ello, incluso antes que a la pregunta sobre el “qué hacer”, es necesario responder al interrogante sobre “de qué se trata”.

La crisis es la súbita irrupción de lo nuevo. Y lo nuevo para ser comprendido exige pensar de nuevo. Lo que ocurre hoy en el mundo, y repercute fuertemente en la Argentina es, ante todo, una crisis de formidables dimensiones. Por eso, lo primero, lo más importante, es examinar esta crisis con categorías de pensamiento capaces de comprenderla y no limitarse a la utilización de los clichés ideológicos y políticos propios de una época histórica definitivamente terminada.

Primero los hechos, siempre los hechos. Hay que dejar hablar a los hechos. La premisa de esta afirmación es que los hechos son los que tienen su propia doctrina. Y los hechos son elocuentes. Por primera vez en sesenta años, desde el ataque japonés en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, el Congreso de los Estados Unidos, en reunión conjunta de las dos Cámaras, con el voto unánime de las bancadas del Partido Republicano y del Partido Demócrata, aprobó una declaración de guerra. Al mismo tiempo, aprobó una partida de gastos especiales por valor de 40.000 millones de dólares, una cifra que duplica a la solicitada por la Casa Blanca y que es apenas inferior al presupuesto nacional de la República Argentina, para gastos de guerra. Otorgó también poderes especiales al presidente George W. Bush, quien ha afirmado que el mundo está ante “ la primera guerra del siglo XXI”. El vicepresidente Dick Cheney afirmó que se trata de una guerra que durará muchos años. Por su parte, el ex- presidente Bill Clinton ha llamado a todos sus compatriotas a cerrar filas en torno al gobierno de los Estados Unidos y de su presidente, George Bush.

La abrumadora mayoría de la opinión pública estadounidense reclama una respuesta militar inmediata contra los responsables de los atentados terroristas, coordinados y sistemáticos, de Nueva York y Washington. La cifra de ciudadanos norteamericanos muertos en los atentados del 11 de septiembre en pleno corazón estadounidense y el núcleo mismo de la civilización norteamericana es más del doble de la cantidad de efectivos norteamericanos caídos en Pearl Harbor.

La reacción de los aliados europeos de los Estados Unidos se tradujo en la inmediata declaración de la OTAN del jueves 13 de septiembre, en el sentido de que el ataque terrorista del martes 11 constituye un acto de agresión contra uno de sus países miembros y se encuadra, por lo tanto, dentro de las previsiones contempladas en el artículo 5° del tratado de Washington de 1949.

Como sucedió hace diez años con la guerra del Golfo, Gran Bretaña, en aquel entonces con el liderazgo de la primer ministro y conservadora Margaret Thatcher, y en esta oportunidad encabezada por el primer ministro laborista Tony Blair, se convirtió de entrada en el principal aliado de los Estados Unidos en todos los planos y dimensiones del conflicto. Hay un motivo adicional, no tan relevante para Blair como para la opinión pública británica: hubo más cantidad de ciudadanos ingleses muertos en el atentado contra las torres gemelas de Manhattan que soldados británicos caídos en la guerra de Malvinas.

El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, con el voto unánime de sus miembros, incluidos Rusia y la República Popular China, ha reiterado la decisión que tomara en diciembre del año 2000 de exigir al gobierno de Afganistán la extradición de Bin Laden.

El gobierno militar de Pakistán, hasta ahora el principal apoyo externo del régimen afgano, junto con Arabia Saudita, anunció rápidamente su disposición a colaborar con los Estados Unidos. Sólo hay tres países que reconocieron al régimen de los talibanes en Afganistán. Son Pakistán, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos.

Una actitud similar adoptaron las repúblicas asiáticas, ex integrantes de la Unión Soviética, que limitan con Afganistán. Al mismo tiempo, israelíes y palestinos acordaron un cese de fuego requerido imperativamente por Washington. Y desde el 11 de septiembre hasta el día de hoy, es la primera vez desde que estalló esta segunda intifada, en septiembre del año pasado, que no hay atentados terroristas contra la población civil israelí. El jefe de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat, expresó públicamente su decisión de respaldar activamente a los Estados Unidos en la lucha emprendida contra el terrorismo transnacional e integrar la coalición que se forma en ese aspecto.

Aunque al parecer todavía insuficiente, la propia decisión tomada por el consejo de los “mullahs” talibanes, en el sentido de invitar a Bin Laden a salir del país, revela que el “fundamentalismo islámico” no es la otra cara de la luna. Responde también a los estímulos e incentivos propios de la condición humana. Como decía Oscar Wilde, “nada convierte a un hombre más inteligente que la posibilidad de ser ejecutado en un plazo máximo de quince días”.

Estas reacciones, y los pronunciamientos convergentes de decenas de países de los cinco continentes, revela que la precipitación de los acontecimientos hace que estemos en vísperas del nacimiento de la más vasta coalición internacional de que se tenga memoria en la historia universal, liderada por los Estados Unidos, en su doble condición de país agredido y de eje del sistema de poder mundial que emerge a partir del fin de la Guerra Fría , la desintegración de la Unión Soviética y la aparición en gran escala de la globalización de la economía mundial que son los rasgos característicos de los últimos diez años y, en términos estructurales, de los últimos veinte.

UN CONFLICTO DE NUEVO TIPO

Las características inéditas de este conflicto surgen de una primera comprobación, que se deriva de la naturaleza misma del adversario estratégico. A diferencia de todas las guerras internacionales conocidas en los últimos siglos, desde el nacimiento del Estado Nación, ésta es la primera guerra en que uno de los contrincantes, formalmente designado como tal por el Congreso de los Estados Unidos, no es un Estado nacional.

En efecto, más allá de la protección que, por complicidad en algunos casos o por debilidad en otros, le brindan algunos Estados que le sirven de santuarios, como es el caso de Afganistán, bajo el régimen de los talibanes, el denominado terrorismo transnacional no tiene en realidad una estructura piramidal ni una base territorial determinada. Está lejos de ser una rémora del pasado. Su funcionamiento, su lógica, su capacidad de acción, su visión del mundo y de las cosas se inserta en la lógica de la globalización. Está organizado en forma de redes altamente sofisticadas, diseminadas en decenas de países, que responden más a una lógica de funcionamiento descentralizado y de altísima movilidad y flexibilidad, propia de las grandes empresas transnacionales o de los mercados financieros internacionales, que a las estructuras burocráticas y jerárquicas de los ejércitos o los Estados.

En el caso de la red de Bin Laden, está virtualmente demostrado que tiene células que funcionan en Londres, en Franckfurt, en Hamburgo, en París y, como ha quedado acreditado, en los propios Estados Unidos. Es una red, o un conjunto de redes, que no sólo se adecúa perfectamente a la lógica de la globalización. Se trata, además, de una red preparada para las exigencias y las posibilidades de la sociedad del conocimiento. Son miles de cuadros de enorme preparación técnica y de gran formación intelectual, educados en las mejores universidades y centros de investigación de Occidente. Las biografías conocidas hasta ahora de los autores materiales de los atentados del 11 de septiembre son suficientemente ilustrativas al respecto.

De allí la segunda característica inédita de esta guerra de nuevo tipo. No sólo estamos frente a un contrincante que no es un Estado territorial, sino que, y por eso mismo, el teatro de operaciones de este conflicto es, por definición, el mundo entero. En ese sentido, si bien no es una guerra mundial en el sentido tradicional del término, habrá que redefinir el concepto, para adecuarlo a una nueva realidad histórica. Porque estamos, sin duda, ante la más mundial de todas las guerras mundiales.

SISTEMA DE SEGURIDAD GLOBAL

Por eso emerge un sistema de seguridad que tiene la misma naturaleza y características del adversario que enfrenta. Emerge un sistema de seguridad global.

Hegel decía que la historia progresa por el lado oscuro. Esto es, si es que hay avance histórico, lo cual por lo menos es discutible, éste siempre se produce a través de crisis. Fue el colapso económico y el estallido hiperinflacionario de 1989 lo que le permitió a la Argentina avanzar en el camino de las transformaciones estructurales realizadas en la década del 90.

Visto entonces desde una perspectiva histórica, puede afirmarse que los acontecimientos ocurridos a partir de los atentados perpetrados la semana pasada en los Estados Unidos no hacen sino acelerar algo que está implícito en la lógica misma de los acontecimientos: la necesidad histórica de avanzar hacia la creación de un nuevo sistema de seguridad global, propio de esta sociedad mundial que emerge a pasos agigantados a partir del fin de la Guerra Fría, la revolución tecnológica de nuestra época y la consiguiente globalización del sistema productivo.

El actual sistema de seguridad internacional es previo a la era de la globalización y de la aparición de esta sociedad mundial. Surgió del fin de la Segunda Guerra Mundial y estuvo centrado en la necesidad de regular los conflictos interestatales. Su máxima expresión es la estructura de la Organización de las Naciones Unidas. Las propias alianzas y pactos militares suscriptos en esa época, desde la OTAN, nacida en Washington en 1949, hasta el desaparecido Pacto de Varsovia, que unía y vinculaba en términos estratégico militares a la Unión Soviética y los países del Bloque comunista, de Europa oriental, pasando por el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, suscripto en 1947, respondían a las exigencias que planteaba la era de la Guerra Fría.

Hoy las condiciones han cambiado radicalmente. Sin embargo, ni el derecho internacional ni las instituciones internacionales se han adaptado todavía a la magnitud de estos cambios. Casi no hay más guerras entre Estados. Esto no quiere decir que no haya conflictos militares de envergadura, incluso más que antes, lo que significa es que los conflictos entre Estados tienden a disminuir y, en el horizonte, a desaparecer, mientras se multiplican e intensifican los conflictos intraestatales y las principales amenazas estratégicas de la época son de otro carácter, esto es, el terrorismo transnacional y el narcotráfico. Existen nuevas amenazas a la paz mundial. El problema es que esas nuevas amenazas no provienen ahora, como sí sucedía en el pasado, de conflictos entre Estados.

Estamos frente a conflictos de otra índole, de distinta naturaleza. Muchos de ellos son intraestatales, como el que sufrió la ex-Yugoslavia en la década del 90 y culminó con la intervención militar de la OTAN. Pero hay también otros desafíos a la seguridad global que no son ni interestatales ni intraestatales. Son estrictamente transnacionales. Uno los más importantes de esos desafíos de orden estratégico de carácter transnacional es el que plantea el narcotráfico. El otro, igualmente crucial, es el que ha adquirido mayor relevancia política después de los ataques de la semana pasada en los Estados Unidos y es el que surge del terrorismo transnacional. Por eso hay una redefinición, a partir del martes 11 de septiembre, de la estructura misma del poder mundial.

EL SISTEMA DE PODER MUNDIAL

Lo cierto es que la comunidad internacional se encuentra frente a la obligación de reformular su sistema de instituciones. Y, como suele acontecer en la historia, la remodelación avanza a través de los conflictos y las crisis. En el caso de la seguridad global, que constituye un aspecto absolutamente prioritario y central de esta nueva sociedad mundial, la creación de estas nuevas estructuras y de estas nuevas reglas de juego avanza ahora, con un ritmo que es probable que adquiera carácter vertiginoso, a partir de la reacción que genera el ataque terrorista a los Estados Unidos.

Como en toda situación de cambio histórico, los viejos instrumentos institucionales de la seguridad son utilizados en la medida de lo posible y, cuando resultan insuficientes para afrontar el desafío, se van generando en los hechos nuevas herramientas. Esto es exactamente lo que está ocurriendo hoy con las Naciones Unidas, la OTAN, el TIAR y todas los mecanismos e instituciones internacionales vinculados con la preservación de la seguridad global. En algunos casos, la interpretación deliberadamente extensiva de disposiciones creadas para situaciones anteriores hace que los juristas puedan objetar que se está utilizando sólo la mitad de la biblioteca. Es muy posible que así sea. Pero es precisamente esa mitad, y no la otra, aquélla que permite enfrentar una situación nueva, mientras se avanza hacia una reformulación integral del sistema de seguridad en su conjunto.

Este proceso tiene hoy ciertos actores políticos protagónicos y no otros. Porque esta nueva sociedad mundial está empezando a construir su sistema de poder, que como todo sistema de poder responde a una determinada relación de fuerzas y varía con ella. Como tal, este sistema de poder de la sociedad mundial que emerge está fundado hoy en el predominio de los países más poderosos y su eje es el liderazgo de los Estados Unidos.

El desafío principal que se nos plantea es el de la democratización de ese sistema de poder. Pero ese desafío no se resuelve con la automarginación ni con el simple ejercicio de la retórica principista. Sólo es posible resolverlo en la medida en que aparezcan nuevos protagonistas de la política mundial que adquieran las condiciones de poder suficientes como para intervenir activamente en la formulación de sus reglas de juego. Porque no hay causa, por justa que sea, que tenga verdadera relevancia en términos políticos sin una estructura de poder capaz de sustentarla. Y es imposible construir realmente poder, tanto en el plano nacional como en el plano internacional, al margen de las tendencias básicas de una época determinada. Por eso, cabe afirmar que esa nueva estructura de poder mundial más equilibrada, por la aparición de otros protagonistas, sólo puede generarse a partir de una activa participación de todos los pueblos en el proceso de revolución tecnológica, globalización económica e integración política que caracteriza a nuestra época en esta fase histórica del universalismo.

Hay en estos días un ejemplo contundente acerca de lo qué significa esta afirmación. Acaba de firmarse el acuerdo entre 142 países y la República Popular China que posibilita su incorporación, en la reunión de noviembre en Qatar, a la Organización Mundial del Comercio, la OMC, una organización que, con independencia de todas sus enormes dificultades de funcionamiento propias de las estructuras de negociación multilateral, es en realidad la primera de las nuevas instituciones internacionales surgidas en la era de la globalización, puesta en marcha en 1995.

El gobierno del Partido Comunista chino ratifica así, con este acuerdo que lo lleva a ingresar este año a la OMC, que es perfectamente conciente de cuál es la estrategia nacional para construir poder en el mundo de la globalización. Con sus 1.250 millones de habitantes, con su tasa de crecimiento económico cercana al 8% anual acumulativo durante más de veinte años ininterrumpidos, la República Popular China, que ya es miembro permanente con derecho a veto del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que es a la vez el principal socio comercial de los Estados Unidos, que tiene el mayor superávit comercial del mundo y, al mismo tiempo, es el principal competidor estratégico en el Asia Pacífico, ingresa ahora a la OMC y asume plenamente su protagonismo político internacional a partir de su aceptación de las reglas de juego de una sociedad mundial.

El mismo camino recorre el Partido Comunista de Vietnam, el único país del mundo que puede vanagloriarse, y con razón, de haberle ganado una guerra a los Estados Unidos. Los comunistas chinos y los comunistas vietnamitas enseñan hoy al mundo emergente cómo participar, en la escala de sus respectivas posibilidades, en la construcción del sistema de poder de una sociedad mundial que emerge. A tal punto que puede decirse que si, hasta ahora, el principal ganador mundial en el proceso de globalización del sistema productivo son los Estados Unidos, el segundo gran ganador, inequívocamente, es la República Popular China, fundada por Mao Tsé Tung en 1949. Y el secreto de este éxito colosal reside precisamente en la profundización de su inserción internacional, fundada en su capacidad para jugar con las reglas de juego de la época. Por eso, la ubicación de la Argentina en este nuevo escenario mundial, surgido el 11 de septiembre, es inseparable de estas características y opciones.

LA UBICACIÓN DE LA ARGENTINA

Esta apreciación estratégica de carácter general tiene una aplicación concreta e inmediata en la Argentina de hoy. La contienda mundial que se inició no nos resulta ajena en ningún sentido. Hay compatriotas muertos en el atentado de Nueva York. Antes de eso, la Argentina sufrió en carne propia dos atentados semejantes perpetrados por el terrorismo transnacional. El primero fue el atentado contra la embajada de Israel en 1992. El segundo, fue el atentado contra la sede de la AMIA, en 1994, que por su magnitud y por el número de víctimas fue el episodio de estas características de mayor envergadura ocurrido en el mundo entero hasta el ataque perpetrado contra las torres gemelas de Wall Street. En la nueva definición aceptada ahora por la comunidad internacional, fueron sendos ataques externos perpetrados contra la República Argentina.

En este contexto, el país enfrenta hoy una disyuntiva estratégica que habrá de signar durante muchos años no sólo su relación bilateral con los Estados Unidos sino también su grado de inserción en esta nueva sociedad mundial. La opción es simple: aliados o neutrales. O somos parte activa y militante en este esfuerzo conjunto que realiza la comunidad internacional, liderada en este caso por un sistema de poder cuyo eje son los Estados Unidos, para eliminar estas redes del terrorismo transnacional o, por el contrario, permanecemos al margen del conflicto y de su resultado previsible, que es el diseño de un nuevo sistema de seguridad global acorde a la época, destinado a erigirse en el núcleo central del sistema de poder de la sociedad mundial.

Hace diez años, la Argentina tomó la decisión histórica de participar activamente en una gran coalición internacional, la primera después del fin de la Guerra Fría, también liderada por los Estados Unidos, para liberar a Kuwait de la ocupación militar iraquí. Como consecuencia de esta iniciativa, efectivos de las Fuerzas Armadas Argentinas formaron parte del desfile de la victoria realizado en Nueva York, junto a los efectivos militares de los otros veintisiete países que integraron aquella coalición.

Esa decisión histórica de hace diez años todavía es motivo de reconocimiento internacional. Pude comprobarlo personalmente en febrero de este año, cuando tuve el honor de acompañar al ex-presidente Carlos Menem y al ex-canciller Guido Di Tella, hoy presente entre nosotros, especialmente invitados para participar de los actos realizados en Kuwait para celebrar el décimo aniversario de su liberación. En esa oportunidad, estuvieron también presentes, entre otros líderes mundiales, el ex-presidente George Bush y el actual Secretario de Estado norteamericano, el general Colin Powell, quien fuera jefe del Estado Mayor Conjunto estadounidense durante el desarrollo de la operación “Tormenta del Desierto”, cuando el Secretario de Defensa era el ahora vicepresidente Dick Cheney.

En aquel momento, la determinación estratégica tomada por la Argentina no fue suficientemente comprendida en su verdadera dimensión de mediano y largo plazo. Los eternos “hombres prudentes”, aferrados a los criterios convencionales de lo “políticamente correcto”, hicieron entonces todas las objeciones habidas y por haber, centradas en las críticas contra la denominada “sobreactuación” política de la Argentina, que aún se repiten hoy.

Se alegaron todo tipo de excusas contra esa decisión: desde argumentos jurídicos, hoy archivados, hasta penurias presupuestarias, que obviaban el hecho, ahora históricamente comprobado, de que, medido en términos de prestigio internacional y de presencia política mundial, el gasto del envío de dos naves al Golfo Pérsico fue la inversión políticamente más redituable realizada por la Argentina en las últimas décadas.

De esta forma, la Argentina recobró súbitamente, con un sólo golpe, el protagonismo internacional que había perdido durante largas décadas de aislamiento externo, con una política que se profundizó sistemáticamente a lo largo de toda la década del 90, en un largo camino que incluye entre sus hitos la creación del MERCOSUR en 1991 hasta su designación como “aliado extra OTAN” de los Estados Unidos, único de esa condición en el continente americano, en 1997.

Y ese activo protagonismo asumido deliberadamente por el gobierno peronista, caracterizado peyorativamente por sus adversarios como una “sobreactuación”, fue un elemento que contribuyó decisivamente en esa etapa a recrear la confianza internacional necesaria para rescatar al país de la crisis económica más profunda de toda su historia, cuya máxima expresión fue el colapso fiscal que originó el estallido hiperinflacionario de 1989.

En realidad, esa tendencia hacia la “sobreactuación” política en los asuntos internacional no la inauguró Menem con la intervención argentina en la guerra del Golfo. Tiene numerosos antecedentes, muy disímiles entre sí, algunos verdaderamente ilustres, que jalonaron la historia argentina desde la época de las guerras por la independencia hasta mediados del siglo XX.

DOS TRADICIONES

Una visión históricamente acotada de la política exterior argentina tiende a subrayar uno solo de sus afluentes: la neutralidad. Esa visión rescata sin duda una tradición real, expresada con mejores y peores resultados en distintas circunstancias históricas. A veces identificada ideológicamente con el nacionalismo, en términos de poder esa tradición estuvo siempre fuertemente anclada en los compromisos y la atmósfera cultural derivados de las características propias de la relación especial articulada entre la Argentina y Gran Bretaña desde fines del siglo XIX hasta mediados de la década del 40.

Pero junto a esa tradición neutralista, coincidiendo o disintiendo con ella según las épocas, existe otra fuerte tradición de “hiperactivismo” político de la Argentina en el escenario internacional. Cuando en 1919, apenas finalizada la primera guerra mundial, Hipólito Yrigoyen decide el retiro de la Argentina de la Liga de las Naciones, ante el rechazo a su propuesta de incorporar a la flamante organización, antecedente directo de las Naciones Unidas, a los países derrotados en la contienda, los “hombres prudentes” de entonces, predecesores de los “hombres prudentes” de hoy en día, también atacaron esa “sobreactuación” política del caudillo radical, a la que consideraban poco menos que el inadmisible acto de insolencia de un pequeño país.

Lo cierto es que, más allá de lo solitario de aquel gesto político, la historia demostró que Yrigoyen, “sobreactuando” políticamente, tenía razón: sin Alemania y los demás países vencidos en la Primera Guerra Mundial, la Liga de las Naciones no tenía futuro y eso quedó demostrado años después con su silenciosa disolución.

Cuando en 1945, frente al desafío que planteaba el mundo bipolar nacido de los acuerdos de Yalta, Perón enarbola la bandera de la “Tercera Posición“, los “hombres prudentes” también se burlaban de esa nueva “sobreactuación” política, que calificaban de “demagógica”, de un pequeño país que se atrevía a desafiar a los poderosos de la Tierra.

Sin embargo, a pesar de esos “hombres prudentes”, aferrados como siempre al criterio de lo que se entendía como “políticamente correcto”, entre 1945 y 1955 la Argentina adquirió un protagonismo internacional de primera magnitud, que a partir de la guerra de Corea incluyó un notorio acercamiento con los Estados Unidos, que lo llevó a plantear en 1953, en un recordado discurso pronunciado en Mendoza, la necesidad de avanzar hacia un continente unido “desde el Ártico al Antártico”, muchos años antes que George Bush padre hablase del ALCA y de la integración continental “desde Alaska hasta Tierra del Fuego”.

Ese activo protagonismo internacional ganado en esa época por la Argentina se perdió a partir del 55, salvo durante el breve interregno del gobierno de Arturo Frondizi. Sólo empezó a recobrarse en la década del 90, a partir de la guerra del Golfo, adaptada sí por supuesto a las nuevas condiciones históricas creadas por el fin de la Guerra Fría, la desaparición de la Unión Soviética y la globalización de la economía mundial, que habían forjado un nuevo escenario que ponía fin al sistema de poder internacional surgido, precisamente, de aquellos tratados de Yalta de 1945.

BRASIL EN LA SEGUNDA GUERRA

No hay política internacional que no se funde en una política de poder. La idea de que la política internacional es negociación en los organismos internacionales es una falta de respeto a esta actividad fundamental de los Estados. Por eso, no todos los países tienen verdaderamente política internacional. Brasil tiene política internacional, Francia, Gran Bretaña tienen política internacional, Alemania, la Argentina también. Comparte con Brasil esta idea, esta suerte de megalomanía, que sostiene que no somos países de segunda categoría. Hay una afirmación que viene desde lo más hondo de la historia, tanto en Brasil como en la Argentina, que nos empuja al protagonismo internacional. Por eso, si la Argentina tiene que reflexionar hoy para saber cuáles son sus opciones, quizá el ejercicio más práctico que tiene que realizar es asumir como propia la historia brasileña, sobre todo la del más grande de los estadistas brasileños del siglo XX, que es Getulio Vargas, y también la del más grande de sus colaboradores, que fue Osvaldo Aranha.

En materia de sobreactuación política de los asuntos internacionales, hay muy pocos ejemplos históricos más elocuentes que la actitud de Brasil durante la Segunda Guerra Mundial. Lo llama Osvaldo Aranha a Adrián Escobar, el embajador argentino, a fines de diciembre de 1941. El ataque a Pearl Harbor ha tenido lugar el 7 de diciembre. Y, palabras más palabras menos, le dice: “Por favor, Embajador Escobar, transmítale a su gobierno: ustedes son castellanos del sur, gente orgullosa. Ustedes son argentinos, lo más avanzado de toda América Latina. Sabemos de su antagonismo y de su posición crítica frente a los Estados Unidos. Y no dejo de comprenderla. Pero permítame decirle lo siguiente: vengo de ser cuatro años embajador en los Estados Unidos. He recorrido sistemáticamente el rubro industrial norteamericano. Conozco de los Estados Unidos no sólo las grandes ciudades. A partir de la intervención norteamericana en la guerra, la cuestión que tenemos que discutir ustedes y nosotros, Brasil y la Argentina, no es la guerra, es la post guerra. La cuestión fundamental, a partir de ahora, es cómo tomamos posición ustedes y nosotros, pensando en que este conflicto mundial termina y termina con una victoria aliada norteamericana”.

Le agrega Osvaldo Aranha a Adrián Escobar: “Brasil tiene decidida su intervención en la guerra”. Es lo que va a hacer en agosto de 1942, cuando va más allá del consenso latinoamericano que se manifiesta en la Segunda Conferencia de Cancilleres que tiene lugar en Río. Pero le dice Osvaldo Aranha al embajador Escobar: “Nosotros hemos decidido ser los aliados de los Estados Unidos en esta guerra del continente americano. Pero sepan ustedes, seguramente ya lo saben: ser aliado de los Estados Unidos, a veces, es tan difícil como ser su enemigo. Es simplemente un problema de tamaño. No nos dejen solos. Brasil y la Argentina juntos podemos tener presencia mundial en este cambio histórico que se avecina”.

Pero Brasil no se limitó a declarar la guerra. Osvaldo Aranha incentivó la decisión, la megalomanía histórica de Getulio Vargas, heredero del imperio y de la gran tradición brasileña, y decidieron que el papel de Brasil en la guerra no era simplemente otorgar bases militares al Ejército y a la Armada norteamericana en su territorio. No se limitaba a declarar la guerra al Eje. Había que ir más allá. Había que sobreactuar. Por eso, decidieron constituir una fuerza expedicionaria brasileña para combatir en Europa. Para sorpresa absoluta del Estado Mayor norteamericano, le informaron al gobierno estadounidense que, estaban constituyendo un Cuerpo de Ejército para combatir en Europa contra el Eje. El Ejército norteamericano, esto es decir, el general Marshall, pensó al principio que era una broma brasileña. De modo que entre 1942 y abril de 1944, cuando la fuerza expedicionaria brasileña finalmente parte a Europa, hay un largo combate de parte de Getulio Vargas y de Osvaldo Aranha para conseguir lo que el poder militar norteamericano y el Departamento de Estado no querían. Esto es, una presencia protagónica militar brasileña en los campos de batalla de Europa. Por eso, en vez de un Cuerpo de Ejército, lo que el Estado Mayor norteamericano aceptó únicamente fue armar una División, luego, comenzó el Ejército norteamericano a exigir cada vez más “standards” más exigentes para esa División brasileña. Por ejemplo, exigió que ningún soldado raso que no supiera leer ni escribir podía ser partícipe de la División que iba a combatir en Europa. En 1942-44, no había veinticinco mil soldados brasileños rasos que supieran leer y escribir. Lo que hizo Getulio Vargas fue relativamente simple: ordenó la falsificación en gran escala de certificados que mostraban que sabían leer y escribir. La cuestión era combatir. El siguiente paso, después que lograron constituir y entrenar, a lo largo de dos años, una sola División, fue lograr la empresa, que les parecía casi imposible, ir a Europa. El Ejército norteamericano afirmó que lo más práctico no era que la fuerza expedicionaria brasileña fuera a Europa, sino que se quedara en las Islas Azores, a 3.500 km. de la costa europea. La razón fundamental es porque la población de las Azores era portuguesa. Hablaban portugués y se iban a llevar mejor con una guarnición brasileña que con el Ejército norteamericano. Finalmente, Getulio Vargas, actuando directamente con Roosevelt, consiguió llegar a Italia. Entonces, el Ejército norteamericano, que casi nunca se rinde, sobre todo en este tipo de conflictos, decidió que lo más práctico para la fuerza expedicionaria brasileña no era combatir en el frente, sino resguardar y otorgar seguridad en los puertos. Apareció, entonces, una nueva instancia del combate. Van a combatir sí, pero no contra las tropas alemanas, sólo con lo queda de la República de Saló, las tropas italianas que todavía respondían a Mussolini. Y, finalmente, Getulio Vargas consigue su propósito y da instrucciones precisas. La fuerza expedicionaria brasileña debía combatir con las fuerzas de élite alemanas, diciendo además que cada baja brasileña, cada soldado brasileño que muriera en el campo de batalla luchando contra lo mejor de lo mejor de las tropas alemanas, iba a servir a la Patria y le iba abrir a Brasil un espacio político significativo en el mundo de la post guerra. Este ejercicio extraordinario de sobreactuación es un ejemplo de cómo debe sobreactuar un país en defensa de su interés nacional

ARGENTINA Y ESTADOS UNIDOSUN CONFLICTO DE NUEVO TIPO

Hoy estamos frente un nuevo punto de inflexión histórica. Hay un cambio de época. Termina el mundo de la post-guerra fría. A partir de la globalización como fenómeno económico y tecnológico, avanzamos ahora hacia la sociedad mundial. Lo que tenemos enfrente ahora es más que “la primera guerra del siglo XXI”. Estamos ante la primera guerra de la nueva sociedad mundial y ante ese desafío crucial es necesario definir ya mismo la respuesta estratégica y política de la Argentina que mejor responda al interés nacional.

Ante todo, hay que hacer una precisión de enorme importancia: hace poco más de un mes, la Argentina logró evitar el colapso económico merced a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional que permitió recomponer en parte las menguadas reservas monetarias del Banco Central. Ese acuerdo con el FMI, que detuvo la estampida de capitales y logró impedir una fuga masiva de depósitos bancarios, fue el resultado directo de una intervención política del gobierno norteamericano, que venció las resistencias exhibidas por la mayoría de los países europeos representados en el directorio del organismo.

Ese mismo acuerdo contempla una cláusula especial, inédita, también impulsada por el Departamento del Tesoro estadounidense, que es la creación de un fondo especial, en principio de 3.000 millones de dólares, destinado a iniciar una renegociación de la deuda externa argentina. El gobierno norteamericano asumió la responsabilidad política de colaborar activamente en esa renegociación de la deuda externa.

Al mismo tiempo, Estados Unidos resolvió habilitar el mecanismo del “cuatro más uno”, acordado en 1991 con los países del MERCOSUR, para avanzar en las negociaciones para el establecimiento de un tratado de libre comercio que entre otras cosas implica la posibilidad del acceso de las exportaciones argentinas al mercado más importante del mundo, que es el mercado norteamericano, antes inclusive de la puesta en funcionamiento del ALCA, previsto para el año 2.005. Estados Unidos admitió además incluir la discusión de los subsidios agrícolas dentro de esas negociaciones.

Además de todas las consideraciones políticas y estratégicas vinculadas con la necesaria participación en la lucha que habrá de definir la formulación de las nuevas reglas de juego del sistema de poder internacional de la sociedad mundial, la Argentina tiene entonces un interés especial adicional, no carácter de ideológico sino eminentemente concreto y práctico, de intensificar su vinculación estratégica con los Estados Unidos, ese país que lidera esta coalición en marcha contra el terrorismo transnacional.

LOS MODOS DE LA PARTICIPACIÓN ARGENTINA

En esta crisis mundial, nacida el 11 de septiembre del 2001, la neutralidad no es ni siquiera una alternativa. La Argentina es ya parte de este conflicto mundial. Uno no elige el adversario, el adversario lo elige a uno. Por eso la cuestión ahora es definir los modos y características de la intervención de la Argentina en este nuevo conflicto que modifica desde en sus raíces la estructura del poder mundial. Una vez más los “hombres prudentes”, los cultores de lo “políticamente correcto”, pedirán que asumamos lo que ahora se llama “bajo perfil”. En lugar de una “sobreactuación” política , prefieren una “infra-actuación”. Lo fundamental es “pasar desapercibido en el conjunto”. En vez de un protagonismo político activo, prefieren que la Argentina no se note, que pase inadvertida, desapercibida, que camine en puntas de pie. Quieren una Argentina intrascendente.

Hay que disipar un grave error de concepto. No se trata de qué es lo que nos piden o no nos piden los Estados Unidos. Se trata de qué es lo que mejor conviene al interés nacional de la Argentina. Estados Unidos no le pidió a la Argentina en 1990 que enviara naves al Golfo Pérsico. La Argentina lo hizo porque consideró que era la decisión política que mejor se correspondía con su legítimo interés nacional en el momento que se reformulaban las reglas del juego en la primera guerra de la post Guerra Fría. Porque en esta era de la globalización y del nacimiento de una sociedad mundial, corresponde encarar la reivindicación de un nacionalismo acendrado y cabal, que reafirme la identidad política, cultural y religiosa del pueblo argentino, articulado con una cultura de la asociación, como lo demanda la época.

En este contexto, la participación de la Argentina tiene una triple dimensión: regional, continental y global. En el terreno regional, la prioridad está en la Triple Frontera y requiere una activa convergencia de esfuerzos con nuestros hermanos de Brasil y de Paraguay. El MERCOSUR tiene aquí y la alianza estratégica entre Brasil y la Argentina especialmente una enorme oportunidad para su fortalecimiento político, en la medida en que asuma como una de sus dimensiones ineludibles, hacerse cargo de la seguridad sudamericana.

En el ámbito continental, más allá de los esfuerzos de coordinación que surjan de la aplicación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), están dadas las condiciones para avanzar rápidamente en la implementación efectiva de la iniciativa de la Argentina, aprobada en 1998 en la reunión de Mar de Plata de la Organización de Estados Americanos (OEA), para constituir un Comité Interamericano de Lucha Contra el Terrorismo en todo el hemisferio americano.

A nivel global, la Argentina tiene que redoblar su compromiso en todos los planos, inclusive por supuesto el estrictamente militar. Las distintas formas específicas que asumirá la participación de la Argentina en una contienda, que por su propia naturaleza es necesariamente prolongada, va a depender de la evolución de las circunstancias y de los medios a su alcance en cada instancia del conflicto.

Pero la clave, siempre y en todos los casos es la voluntad de poder, la decisión de participar. Dice De Gaulle: “no se trata de progresar sino de distinguirse”. Cuando emerge la crisis, la cuestión es quién asume las responsabilidades. Usualmente el que lo hace se queda solo hasta que los demás lo siguen. La Argentina descree absolutamente de todo hegemonismo en el plano sudamericano, sobre todo proveniente de Brasil, pero afirma inequívocamente que en el plano internacional si no hay hegemonías hay siempre liderazgos y no está dispuesta a renunciar de modo alguno a su derecho y vocación por ejercer el liderazgo de la región.

Mientras tanto, es imprescindible encarar ya mismo un capítulo fundamental de la necesaria reinvención del Estado: la reformulación integral del sistema de defensa, de seguridad y de inteligencia de la Argentina para colocarlo a la altura de este cambio de circunstancias de alcance mundial. Esto implica una profunda reformulación doctrinaria, que defina los nuevos conceptos de inteligencia estratégica en el plano de la defensa y de la seguridad. Requiere también la creación de un Ministerio de Defensa y Seguridad, que garantice una conducción política unificada del sistema en su conjunto, elimine los compartimentos estancos y facilite la coordinación operativa. En el terreno vital de la inteligencia estratégica que es la principal arma contra el terrorismo transnacional es imprescindible articular un sólido mecanismo de cooperación con la comunidad de inteligencia mundial, en particular con la inteligencia de los Estados Unidos, lo que requiere el establecimiento de una interlocución política argentina reconocida y legitimada internacionalmente.

Todo esto demanda también, inevitablemente, una recomposición del poder político, antes o después de las elecciones del 14 de octubre. El sistema político argentino tendrá que adaptarse, de una forma u otra, siempre sabiendo que la lógica de los hechos es la más poderosa de las fuerzas que reforman las instituciones y establece nuevos equilibrios de fuerzas en los sistemas políticos. En definitiva, el sistema político argentino tendrá que adaptarse, de una manera u otra, a las exigencias impostergables derivadas de la nueva situación mundial que le reclaman al país, como a todos los países del mundo, la emergencia de un poder político capaz de tomar decisiones y mantenerlas.

Clausewitz, el pensador ineludible del campo estratégico superado siempre que se lo acepte como propio previamente, dice que “la prudencia y la audacia no son fuerzas antagónicas, pero beben en fuentes distintas” El valor debe ser prudente pero la prudencia que no tiene valor es cobardía. La actitud asumida hasta ahora por el gobierno argentino nos permite estar tranquilos en cuanto a la prudencia. Lo que falta ahora es beber de la otra fuente, la fuente de la audacia y del valor. Porque la Argentina tiene que dar un paso al frente para estar a la altura de las exigencias que plantea este desafío histórico, que es también una extraordinaria oportunidad.

Jorge Castro , 20/09/2001

 

 

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