Todo se define dentro del peronismo.

 

A De la Rúa no lo derrocó el peronismo: lo echaron quienes lo votaron. Hoy el peronismo ocupa virtualmente todo el espacio político: lo que suceda con el peronismo definirá lo que ocurra en la Argentina de los próximos años.
Todo proceso político se define en su punto de partida. Cada experiencia de gobierno está marcada a fuego por las condiciones que rodearon su asunción. El encumbramiento de Raúl Alfonsín encontró su razón de ser en el fin del régimen militar instaurado en 1976. La asunción de Carlos Menem estuvo sellada por la hiperinflación. El ascenso de Fernando De la Rúa respondió a las expectativas de cambio de la clase media argentina. El nuevo gobierno peronista, que encabeza Adolfo Rodríguez Sáa, nace de la total evaporación del poder político de una Alianza que se autoderrocó.

Para entenderlo, conviene precisar que los saqueos a los supermercados y a los pequeños comercios estaban en la lógica misma de los acontecimientos. El país tenía ya la experiencia de junio de 1989. Sólo faltaba saber el momento preciso en que comenzaban, aunque era relativamente fácil intuir que iban a ocurrir antes de la celebración de la Navidad, cuando la desesperanza de vastos sectores populares los impulsara a la búsqueda desesperada de alimentos.

Pero esta vez, a diferencia del 89 de Alfonsín, los saqueos no sellaron el fin de un gobierno. Fueron, seguramente, el principio del fin. Pero el verdadero punto final, aquello que le puso día y hora a la renuncia de De la Rúa, fue el violento estallido de indignación colectiva de la clase media de la ciudad de Buenos Aires.

Por primera vez en la historia institucional argentina, un presidente constitucional, sumergido en una profunda crisis de gobernabilidad, cayó ante una insurrección popular de carácter espontáneo que exigía su renuncia. No como fue la revolución del 90, una sublevación cívico-militar porteña impulsada por la Unión Cívica para derrocar a Miguel Juárez Celman. Mucho menos como el 17 de octubre de 1945, una movilización popular para liberar a un líder político en ascenso y llevarlo a la Casa Rosada. En un sentido estricto, fue un auténtico "porteñazo", un estallido carente de todo proyecto político.

Esta atipicidad histórica encierra una paradoja política no menos inédita. Ese "cacerolazo", que expulsó al gobierno de De la Rúa, fue obra de la propia clase media de la ciudad de Buenos Aires, cuna y bastión de la Alianza que ganó las elecciones presidenciales de 1999, con un binomio que sus adversarios definieron como la "fórmula del Obelisco". Puede decirse que lo que ocurrió fue la rebelión de la Alianza sociológica contra la Alianza política. El cobarde ataque perpetrado esa misma madrugada del jueves contra el domicilio particular del ex vicepresidente Carlos Álvarez terminó de graficar ese estallido de la desilusión. A De la Rúa no lo derribó el peronismo. Lo echaron quienes lo votaron.

Esta precisión no tiene solamente un carácter historiográfico. Ayuda a definir el presente político de la Argentina. Porque el peronismo, que asume hoy el gobierno en medio de una de las crisis más profundas de nuestra historia, se ve obligado a afrontar prematuramente una responsabilidad que no estaba todavía en condiciones de asumir en plenitud. Necesitaba al menos un año de tiempo más para terminar de definir su proyecto y dirimir su liderazgo político.

La salida precipitada de De la Rúa encontró entonces al peronismo en un estado de aguda horizontalización política. Las respuestas inmediatas al vacío de poder no pueden sino estar signadas por esa realidad. Es obvio que ni la elección de un presidente provisional por noventa días ni de la "ley de lemas" para la elección de un presidente que habrá de completar el mandato de De la Rúa son las mejores alternativas para resolver una crisis de gobernabilidad como la que atraviesa la Argentina. Son, en todo caso, las alternativas que, en la situación caótica del pasado fin de semana, estaban al alcance del peronismo, fuertemente condicionado en esta etapa por esa horizontalización del poder que le resulta imperioso superar.

Las críticas que puedan hacerse al nuevo gobierno tienen que partir del reconocimiento de esa realidad de origen. Con un añadido de enorme importancia: la desaparición de la Alianza convierte al peronismo en el único actor relevante del escenario político nacional. El peronismo ocupa hoy virtualmente la totalidad del espacio político, entendido como el espacio de las decisiones políticas. Lo que suceda con el peronismo habrá de definir lo que ocurra en la Argentina de los próximos años.

Eso hace que, por un lapso imprevisible pero no necesariamente corto, hasta que aparezca nuevamente en escena un actor político alternativo que adquiera suficiente relevancia, los distintos factores de poder y el conjunto de las contradicciones de la sociedad argentina tenderán a canalizarse cada vez más dentro del peronismo y no fuera de él. De allí que la "interna" peronista deje de ser un problema exclusivo del peronismo para convertirse en una cuestión central para el futuro de la Argentina.

En términos estrictamente históricos, no ideológicos, es útil recordar que algo similar sucedió con el peronismo en 1973. El regreso de Perón no fue sólo la culminación de dieciocho años de lucha. Ocurrió cuando el total fracaso y agotamiento de las diferentes alternativas políticas ensayadas a partir de su derrocamiento en 1955 lo erigieron en la única opción de gobierno. En ese momento, como ahora, el peronismo también ocupó la totalidad del escenario político. De izquierda a derecha, todas las opciones ideológicas y políticas actuaron en su seno, como protagonistas de una lucha interna cuyos sucesivos y cambiantes resultados, en materia de vencedores y vencidos, se proyectaban casi inmediatamente al conjunto de la sociedad. La desaparición física de Perón, único factor de estabilización política de esa situación, generó la reaparición del poder militar como actor político alternativo y terminó por transformar al experimento en tragedia.

Vale la pena subrayar que, afortunadamente para el país, las actuales circunstancias, tanto nacionales como internacionales, son absolutamente distintas. A diferencia del 73, hoy no existe una confrontación entre proyectos ideológicamente antagónicos como los de la "Patria Peronista" y la "Patria Socialista", ni la Argentina tampoco puede transformarse, como sucedió entonces, en un teatro de operaciones de la Guerra Fría. Y, lo que es aún más importante, el peronismo y la Argentina toda, incluyendo las propias Fuerzas Armadas, sacaron también las lecciones correspondientes de aquella historia de luto y sangre y realizaron también un fructífero aprendizaje político, que se exhibió exitosamente a partir de la restauración democrática de 1983.

La historia no se repite, pero enseña. En esta Argentina que viene, precipitada en su nacimiento por el brutal eclipse de la Alianza, el peronismo es el actor político decisivo. Respaldar firmemente a su gobierno, aún a pesar de sus errores, y contribuir a superar su actual estado de horizontalización política, a partir de la legitimación de un proyecto estratégico y de un liderazgo capaz de llevarlo adelante, son las dos condiciones indispensables para salir de la crisis.
Pascual Albanese , 26/12/2001

 

 

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