Néstor Kirchner obtuvo en abril de 2003 el 22 por ciento de los votos que -pese a su derrota en primera vuelta- lo llevaron a la presidencia, merced a una alianza con el justicialismo de la provincia de Buenos Aires. Fue Eduardo Duhalde quien lo impuso tras crear, en el congreso partidario de Lanús, las condiciones de la división del peronismo en tres candidaturas. |
Más allá de que Kirchner y Duhalde resuelvan, en función de sus respectivos intereses, acordar o no listas conjuntas en el distrito bonaerense con vistas a los comicios de octubre, puede afirmarse que la alianza que los unió dos años atrás está definitivamente quebrada. El Presidente puede afirmar que sus relaciones con el caudillo de Lomas de Zamora son "excelentes" y éste repicar que son "muy buenas". En cualquier caso, de lo que se habla no es de vínculos personales, sino de relaciones de fuerza. A través de Felipe Solá primero y, últimamente, por la vía de una nueva columna kirchnerista formada por prófugos tardíos del duhaldismo, el Presidente asedia la fortaleza de su protector de hace dos años y muestra su voluntad de ocuparla y dominarla. A Duhalde no le queda más opción que resistir o rendirla. La alianza está impiadosamente rota.
Si bien ese mira, las primeras fisuras ya eran notorias quince meses atrás, cuando el Justicialismo reunió por última vez a su conducción nacional en Parque Norte, días después del acto promovido por el gobierno ante el edificio de la ESMA. Allí quedó el testimonio de un fuerte enfrentamiento entre los voceros del Presidente (en primer lugar, su propia esposa) y la mayoría de los dirigentes del PJ, empezando por la señora Hilda Chiche Duhalde. Montado sobre el respaldo que le otorgaban las encuestas, Kirchner pidió y obtuvo la renuncia de toda la conducción del PJ que, desde entonces, hiberna decapitado.
La quiebra de una alianza siempre encierra o revela una crisis. Aquella otra Alianza que resultó triunfadora en 1999 con la victoria electoral de Fernando De la Rúa sobre Eduardo Duhalde estalló en octubre del 2000 detonada por la renuncia del entonces vicepresidente Carlos Chacho Alvarez y abrió el capítulo que concluiría con la caída del Presidente un año después.
En aquel caso la opinión pública –particularmente en la ciudad de Buenos Aires- se dio por notificada de inmediato de la situación crítica y del hueco de gobernabilidad que se abría, quizás porque en ese instante Alvarez gozaba aún de sus favores, mientras De la Rúa ya perdía vertiginosamente el crédito ganado pacientemente durante décadas de silencio y quietud.
La crisis entre el actual Presidente y su ex protector tiene rasgos diferentes porque en este caso es Kirchner quien, aún habiendo perdido casi la mitad del respaldo que le adjudicaban los estudios demoscópicos, mantiene todavía una alta imagen positiva, mientras Duhalde es conciente de que su fuerte no está en el reconocimiento de la sociedad sino, más bien, en su condición de jefe de una influyente estructura política. Quizás por eso la quiebra de esta alianza no se manifiesta todavía para la opinión pública como un riesgo para la gobernabilidad. Los grandes actores políticos y sociales están atentos a las manifestaciones ulteriores de la crisis.
Perdida en los hechos la plataforma desde la que saltó a la Casa Rosada, Kirchner sabe que necesita edificar otra para que la gobernabilidad no se resenta en los dos últimos años de su gobierno. En principio apuesta a forjar una plataforma de la que pueda considerarse único dueño o accionista ampliamente mayoritario. Ese es el motivo que ha convertido la elección de octubre en su obsesión y por el cual ha tomado el riesgo de proclamar su condición plebiscitaria. Por cierto no toma sus propias palabras en sentido literal: sabe que no puede conseguir la mitad más uno de los votos (un cálculo, por otra parte, difícil de hacer en unos comicios de renovación parlamentaria). Lo que necesita es mostrar a los actores políticos y sociales (en primer lugar al peronismo) que consigue un apoyo electoral incuestionablemente mayoritario para poder reemplazar con él el instrumento vicario de las encuestas con las que arrinconó durante dos años a sus adversarios. Desde un triunfo que pueda exhibir como irrefutablemente propio, no ya ante los medios y el público en general (una tarea en que sus operadores han mostrado eficacia), sino ante gobernadores, intendentes, legisladores, dirigentes partidarios y sindicales, embajadores y líderes empresarios, Kirchner podría ensayar la consolidación de una nueva base de sustentabilidad en la que sería arquitecto y albañil. Un resultado así debería estar compuesto de varios ingredientes: victorias en los distritos más importantes; diferencias de votos sustantivas; cosecha suficiente de diputados y senadores para consolidar una propia tropa legislativa numerosa.
Al día de hoy, ese resultado no se visualiza fácil: en los distritos mayores la situación de las fuerzas oficialistas es vidriosa. En Capital Federal, donde acaba finalmente de lanzarse la candidatura de Rafael Bielsa como cabeza de la escudería kirchnerista, las encuestas no le prometen al momento más que un tercer puesto y un máximo de 25 por ciento de los votos. El oficialismo carga inevitablemente en el distrito porteño con la mochila de plomo que representan sus incoultables vínculos con la naufragante administración de Aníbal Ibarra. Ironías de la situación: mientras la Casa Rosada trata de tomar distancia de Ibarra, uno de los forjadores del llamado Frente Grande, corteja a su hombre más emblemático, el ex vicepresidente Chacho Alvarez. Varios seguidores de Alvarez ocupan ya cargos en la diplomacia y no falta en el gobierno quien sueñe en convertirlo a él en sucesor de Bielsa en la Cancillería. ¿De una alianza a otra?
En Santa Fé, las fuerzas coaligadas alrededor del socialista Hermes Binner llevan por ahora ventaja sobre un justicialismo que no ha decidido todavía quien ostentará la candidatura al Senado. Podría darse allí también el apellido Bielsa, en la persona de la vicegobernadora y hermana del canciller. El hecho de que ella sea un personaje extraño a la tradición peronista no ayuda precisamente a aglutinar la fuerza del PJ.
De los grandes distritos, es en Córdoba y Buenos Aires donde un triunfo parece más seguro. Pero el triunfo de Córdoba, aunque el oficialismo nacional lo venda como propio, pocos de entre los observadores más perspicaces se lo acreditarán al Presidente: se sabe que allí quien pesa es el gobernador José Manuel De la Sota.
Y queda, claro está, la madre de todas las batallas: la provincia de Buenos Aires. ¿podrá Kirchner realizar simultáneamente sus deseos de derrotar a Duhalde en el distrito y asegurarle a su esposa una recaudación electoral digna, incuestionablemente abrumadora como para que su liderazgo sea reconocido por propios y extraños?
Rota la alianza con Duhalde, Kirchner oscila entre la perspectiva de forjar hegemónicamente su base de gobernabilidad con el triunfo plebiscitario que busca o, caso contrario, procurar la sustentabilidad institucional intentando el camino de la negociación con las fuerzas y actores políticos y sociales, poniendo entre paréntesis el estilo confrontativo y ensayando, en cambio, la negociación y la asociatividad. No es necesario señalar cuál es el camino que prefiere Kirchner.
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Jorge Raventos , 13/06/2005 |
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