Vientos del Sur.

 


La perspectiva de que el presidente brasilero Luiz Inacio Lula Da Silva sea sometido a juicio político y eventualmente destituido dejó en la última semana de ser una hipótesis aventurada para adquirir una alta cuota de probabilidad.
Tres años atrás Lula conquistó la primera magistratura con el respaldo de 52 millones de sus compatriotas. Hasta hace unos días, la crisis desatada en junio a partir de denuncias de financiamiento irregular de la política había golpeado brutalmente al partido del presidente, el PT (Partido de los Trabajadores), había empujado fuera del gobierno a varios ministros, incluido el virtual jefe de gabinete y mano derecha de Da Silva, José Dirceu y afectaba también a varias formaciones opositoras y hasta al Congreso en su conjunto, pero mantenía preservado en una burbuja de indemnidad al Presidente. El jueves 11 de agosto, tras las declaraciones del publicista de campaña de Lula, Duda Mendonça, y del jefe del Partido Liberal (un movimiento proteccionista al que pertenece el vicepresidente José Alencar), la burbuja pareció pincharse y la posibilidad del impeachment fue vigorosamente incorporada al debate.

La dramática escalada de la crisis brasilera incorpora un significativo dato adicional al panorama de crecientes dificultades para la gobernabilidad que se presenta en el Sur de América: un presidente derrocado por movilizaciones urbanas en Ecuador, dos presidentes desplazados y riesgos de desmembramiento del Estado en Bolivia, un presidente aislado por la caída en picada de su popularidad en Perú, tensiones institucionales en Uruguay por la quiebra de los acuerdos cívico-militares de 1984 (ratificados en 1989 por un referéndum popular) que establecieron el cierre de los procesos derivados de los enfrentamientos de las décadas del ’60 y el ’70, presencia de guerrillas y de poderosas organizaciones del narcotráfico en Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia, con ramificaciones en otros países del subcontinente. La crisis política brasilera no sólo genera preocupación por las consecuencias económicas que pude tener en ese país y en la región; más relevantes aún son los efectos de esa crisis para la estabilidad y el sistema de poder regional, donde Brasil ha venido ocupando, por peso y voluntad, un papel protagónico admitido de hecho (y hasta estimulado) por los Estados Unidos.

En ese paisaje de desórdenes institucionales de la región, una figura viene destacándose por su activismo y vocación de ocupar espacios: la del jefe venozolano Hugo Chávez. Solventado por la riqueza petrolera de su país y la ascendente cotización del crudo, el presidente de Venezuela no sólo parece aspirar a heredar el rol de Fidel Castro como líder emblemático de la oposición a Estados Unidos, sino que de hecho interviene contínuamente en el escenario regional. No es un secreto que mantiene fluidos contactos con el lider cocalero boliviano Evo Morales y con fuerzas de izquierda de otros países sudamericanos; financia, además, emprendimientos de distinta naturaleza en el subcontinente, entre ellos (y en sociedad con el gobierno de Néstor Kirchner, de hecho, el segundo accionista del emprendimiento) una cadena televisiva global que desafía la política de Washington. El jueves denunció en suelo brasilero que las denuncias que dañan a Lula Da Silva son “una conspiración de la derecha”. Chávez parece dispuesto a jugar muy fuerte para afirmar su influencia regional.

Texto, contexto, pretexto

En ese contexto, Argentina endereza el rumbo hacia los comicios de octubre. Néstor Kirchner, que desde el año 2003 ha procurado compensar con encuestas de opinión pública su fragilidad de origen (22 por ciento de los votos, dos tercios de ellos aportados el justicialismo bonaerense encabezado por Eduardo Duhalde) pretende hacer de ellos un plebiscito y se ha zambullido en la campaña poniendo a disposición de esa victoria, que pretende arrolladora, todos los recursos del Estado Nacional. En rigor, la clave del plebiscito se encuentra en la provincia de Buenos Aires: Kirchner quiere derrotar sin atenuantes al justicialismo de Eduardo Duhalde. No sería la primera vez que ello sucede: el PJ bonaerense cayó en 1997, cuando aún gobernaba, ante la incipiente Alianza que candidateó a Graciela Fernández Meijide. Hoy, frente a las fuerzas coaligadas del gobierno nacional y el de la provincia de Buenos Aires, parece natural que Cristina Kirchner triunfe sobre Hilda González de Duhalde. Los verdaderos interrogantes son cómo y por cuánto. Una victoria mezquina, por diferencia corta y con porcentajes menguados, dejaría al gobierno nacional lejos de la idea del plebiscito. Y al gobernador Felipe Solá lo encontraría expuesto: hay en marcha en la Legislatura provincial un procedimiento de juicio político, propuesto por los diputados del ARI y ya aprobado en la comisión respectiva. Solá necesita el plebiscito tanto con Kirchner.

El cómo es igualmente significativo. Si, pese a los subsidios y a las partidas extra que reciben los intendentes, Cristina Kirchner obtuviera su mayor caudal en las mismas apoyaturas sociales que tuvo en su momento Graciela Fernández Meijide ( es decir, gracias al voto de las clases medias urbanas y no por el respaldo de las bases populares más humildes, el núcleo duro del electorado justicialista bonaerense) nadie dudaría de la legitimidad institucional de su elección, pero habría perdido el plebiscito interno del peronismo, que se dirime en el segundo y tercer cordón del Gran Buenos Aires. Quedaría claro, a partir de una situación de esa naturaleza, que el peronismo bonaerense se sitúa en un terreno diferenciado del gobierno. O, en otras palabras, que el contingente más numeroso e influyente del justicialismo, no está bajo control de la Casa Rosada: un dato fundamental para analizar la continuidad del proceso político después de las elecciones, si se considera que el mero surgimiento claro de esa diferenciación, con la confirmación de que el PJ presentaría sus propias listas encabezadas por Chiche Duhalde, abrió puertas a expresiones de crítica de sectores que hasta ese momento guardaban silencio por temor a las reacciones, a menudo irascibles, del oficialismo.

Los movimientos de la señora de Duhalde indican que ella tiene mucha claridad sobre el punto: ha conseguido el respaldo de una importante fuerza orgánica del movimiento obrero peronista (“la columna vertebral”), está por concretar un acuerdo electoral con el partido de Luis Patti, un peronista de centro-derecha que obtuvo el 11 por ciento en la última elección para gobernador, y caracteriza a las fuerzas que respaldan a Cristina Kirchner como “una nueva Alianza”, ahora “sin el radicalismo pero a la que agregaron los piqueteros y algunos dirigentes del justicialismo”.

En el oficialismo también comienza a haber claridad sobre el tema, pero existen dificultades para abordarlo. Los sectores del peronismo granbonaerense cooptados por el kirchnerismo son concientes, como registraba el sábado 13 el diario Clarín, de que “en los sectores más humildes el discurso de Cristina tiene dificultades”. Los intendentes de esas comunas han corroborado con encuestas que la candidata oficialista desciende en las cifras precisamente en esos sectores y reclaman que el texto central de la campaña en el conurbano haga eje en la doctrina y los símbolos del peronismo, algo que el oficialismo ha tendido sistemáticamente a evitar hasta ahora. Esos intendentes, muchos de ellos prófuhos recientes del duhaldismo, preferirían que la primera dama se dedicara “al discurso estratégico” y no a los actos en sus mucipalidades, elegante pretexto para evitar que los reparos de la candidata frente al peronismo y su estilo “urbano” se transformen en piantavotos en las plazas que ellos necesitan defender.

Los comicios de octubre definirán el plebiscito interno del peronismo. Y con él, las condiciones en que la Argentina se sitúa frente a los ingobernables vientos del sur.
Jorge Raventos , 16/08/2005

 

 

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