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Tiempo de descuento. (Segunda Parte) |
Texto completo de las exposiciones de Jorge Raventos, Pascual Albanese y Jorge Castro en la Mesa de Análisis de Segundo Centenario, el 4 de junio de 2002 |
La rápida pérdida de aquel consenso originario que experimentó Rodríguez Saá entre sus pares, puesta de manifiesto en la frustrada reunión de Chapadmalal del domingo 30 de diciembre, motivó su intempestiva renuncia. En ese contexto, los gobernadores peronistas quedaron sin alternativa de recambio y el polo peronista de la provincia de Buenos Aires, erigido en primera minoría del mosaico nacional del justicialismo, impuso la suya. Lo consiguió a partir de un acuerdo político con el radicalismo bonaerense, liderado por Raúl Alfonsín, que en cualquier contingencia le garantizaba el respaldo numérico necesario en la Asamblea Legislativa.
Aunque no haya sido por la vía electoral, Duhalde fue el primer ex gobernador de la provincia de Buenos Aires que consigue acceder a la Casa Rosada. El único antecedente fue el de Bartolomé Mitre, quien en 1861 también llegó a la presidencia desde la gobernación de Buenos Aires. Pero en ese momento Buenos Aires no formaba parte de la Confederación Argentina y su elección como presidente fue el resultado político de la batalla de Pavón.
Por aquellos misterios insondables de la historia, Rodríguez Saá también fue el primer puntano que desempeñó la primera magistratura, aunque sea por siete días, salvo el antecedente del general Juan Pedernera, un antiguo jefe militar de las guerras de la independencia que fue vicepresidente de Santiago Derqui y que, después de Pavón, fue por cuarenta y ocho horas el presidente interino encargado de declarar la acefalía de la Confederación, hija de la Liga de Gobernadores formada después de Caseros, y de entregar al propio Mitre la presidencia provisional de la República.
En cambio, no es un maleficio históricamente inexplicable el hecho de que ningún gobernador bonaerense haya ganado una elección presidencial. Historiadores como Jorge Abelardo Ramos han explicado ya largamente que el recuerdo de Rosas, único argentino que logró reunir simultáneamente en sus propias manos la jefatura política de la poderosa provincia de Buenos Aires y de toda la Nación Argentina, dejó una huella imborrable que hizo que desde 1853 las provincias del interior actuasen siempre para evitarlo.
Entre los cuatro presidentes reelectos en la historia constitucional argentina, hubo sí dos grandes líderes populares nacidos en la provincia de Buenos Aires: Hipólito Yrigoyen y Juan Perón. Ninguno de los dos fue antes gobernador de Buenos Aires. En cambio, hay dos ejemplos históricos de sendos liderazgos políticos nacionales surgidos desde el interior del país que vencieron la oposición de los respectivos gobernadores bonaerenses. El primero fue el de Julio Argentino Roca, quien en 1880 fue el candidato de una Liga de Gobernadores con eje en Córdoba que derrotó al gobernador mitrista Carlos Tejedor. El segundo fue el de Carlos Menem, quien en 1988 le ganó a Antonio Cafiero la elección interna por la candidatura presidencial del peronismo. En ambos casos, contaron con un fuerte aliado político dentro de la provincia de Buenos Aires. En el caso de Roca fue nada menos que Carlos Pellegrini. El aliado de Menem fue, paradójicamente, Duhalde.
En la actualidad, el hecho de que el intendente de La Plata Julio Alak haya aceptado en enero pasado la oferta de acompañar en la fórmula presidencial a José Manuel De la Sota y la asunción como gobernador de Felipe Solá, otra figura relativamente nueva en la dirigencia peronista bonaerense, constituyen dos elementos dignos de tenerse en cuenta para el futuro inmediato. Porque el peronismo es una fuerza política nacional y no una confederación de partidos provinciales. En el curso de esta nueva etapa de transición, está entonces obligado a dirimir su futuro liderazgo político y su candidatura presidencial en una competencia de carácter nacional que se dará en las urnas y en la que cualquier precandidato presidencial del interior con posibilidades de éxito tendrá que articular una alianza estratégica en la provincia de Buenos Aires
La historia es lo contrario de la futurología. Pero sin conciencia histórica no hay cultura política.
Porque conviene subrayar que el precipitado colapso del gobierno de la Alianza no constituyó en realidad otra cosa que la crónica de una muerte anunciada. No existía absolutamente ninguna posibilidad de que una coalición de fuerzas de semejante naturaleza pudiera gobernar la Argentina.
De allí que el objeto de análisis no es el estrepitoso fracaso de la Alianza y sus consecuencias socialmente funestas para el pueblo argentino, sino el hecho singular de que, tras diez años de gobierno peronista, un candidato como Fernando De la Rúa haya podido ganarle a Eduardo Duhalde las elecciones presidenciales de octubre de 1999. Más aún cuando, en ese mismo año, el peronismo ganó en las elecciones de gobernadores en la gran mayoría de las provincias, incluidas Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe.
Porque lo que verdaderamente explica el triunfo electoral de la Alianza es el hecho de que, en las postrimerías del segundo mandato legal de Menem, el justicialismo no logró articular una propuesta política y una alternativa de poder que encarnara, a la vez, la continuidad y la superación de la transformación estructural realizada durante esos diez años, que más allá de aciertos y errores constituyó una transformación extraordinaria, aunque su ejecución haya quedado inconclusa, aproximadamente a mitad de camino, muy especialmente en relación a la respuesta pendiente a los nuevos desafíos sociales de la época.
La causa esencial de la ausencia de esa propuesta de actualización política y doctrinaria no radica en las falencias y errores de la gestión de gobierno entre 1989 y 1999. Para encontrar la raíz de ese problema, condición ineludible para poder resolverlo, hay que ir mucho más allá en la historia del peronismo.
Desde su origen como movimiento popular, la elaboración, formulación, difusión y conducción de la estrategia que guió al peronismo durante casi treinta años fue una misión que asumió Perón, que la cumplió en forma ininterrumpida entre 1945 y 1974.
En sus últimos años de vida, Perón demandó al justicialismo que se preparara para hacerse cargo de esa misión, mediante el pasaje de la etapa gregaria a la etapa orgánica, para lo cual convocó reiteradamente a la actualización doctrinaria y política, al trasvasamiento generacional y a llevar adelante una pacífica "lucha por la idea".
Sin embargo, ese mandato de Perón quedó incumplido. Entre 1974 y 1976, el peronismo quedó sumido en un impiadoso enfrentamiento interno. Por razones obvias, la etapa del régimen militar tampoco fue propicia para realizar esa tarea. En consecuencia, en 1983, el peronismo se vio obligado a lanzarse al proceso electoral sin haber avanzado en aquella asignatura pendiente desde 1974. El resultado fue la victoria de Raúl Alfonsín.
Recién fue posible un primer paso significativo para superar esa falencia de actualización política durante la etapa de la "renovación", que abrió curso a un amplio debate interno que culminó con el reconocimiento de la libre expresión de la voluntad de los peronistas como el único método para dotar al justicialismo de una conducción legítima.
En ese contexto, se produjeron las elecciones internas de julio de 1988, que otorgaron a Carlos Menem la legitimidad para que se hiciera cargo de la conducción del peronismo y fuera el candidato presidencial en los comicios del 14 de mayo de 1989.
El peronismo logró así darse una conducción cargada de legalidad y legitimidad en momentos en que era preciso reubicarse ante el cambio de época que se produjo a fines de la década del 80 e inicios de las del 90, a partir de la caída del muro de Berlin en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética en 1991.
Atendiendo a la ineludible exigencia de adaptarse a la nueva etapa de la evolución histórica y forzado por las circunstancias excepcionales que rodearon su acceso al gobierno, en medio de la emergencia generada por el colapso hiperinflacionario y el caos social que reinaban en la Argentina de julio de 1989, el peronismo se vio obligado a protagonizar una auténtica "revolución desde arriba", realizada en democracia y con pleno respeto de las libertades públicas y del Estado de Derecho, legitimada y ratificada por el voto popular, pero fundada casi exclusivamente en la visión estratégica y el liderazgo político de Carlos Menem.
Pero las urgencias que imponía tener que cumplir con la misión que el pueblo argentino había confiado con su voto no le permitieron al peronismo crear las condiciones más propicias ni el espacio político necesario para que durante esos años se diera un debate interno esclarecedor sobre los contenidos doctrinarios y programáticos de las reformas estructurales que se pusieron en marcha.
Esa misión explicatoria no fue cumplida. Uno de los efectos de esa falencia fue que no se llegara a construir en esos años una fuerza política organizada que asumiera la responsabilidad de explicar y defender esa política en todos los ámbitos sociales y territoriales, de gravitar seriamente en la opinión pública y de fortalecer y recrear los vínculos entre el peronismo y el conjunto de la sociedad argentina.
De allí que, en vísperas de la expiración del segundo mandato constitucional de Menem, el peronismo no haya tampoco sabido enfrentar y resolver satisfactoriamente la sucesión presidencial, mediante unas elecciones internas que dotaran de la legitimidad necesaria al candidato y a su programa de gobierno.
Después, la derrota electoral del 24 de octubre del 99 generó un estado de aguda horizontalización política, que por sus características impidió esa discusión largamente postergada. El resultado es que, a pesar de su abrumadora victoria en las elecciones legislativas de octubre de 2001, el abrupto final del gobierno de la Alianza tampoco encontró al peronismo en las condiciones internas más adecuadas para reasumir el poder político.
La situación de hoy refleja la actualidad de estas falencias políticas. Con una diferencia, en este caso favorable. Aquel debate pendiente se está resolviendo aceleradamente en la práctica, no tanto a través de la palabra sino mediante la cruda y brutal elocuencia de los hechos. Una vez más, se impone el axioma de que "la única verdad es la realidad".
Porque así como el monumental fracaso del gobierno de la Alianza puso de manifiesto que el peronismo es la única fuerza política capaz de gobernar la Argentina, la experiencia de estos últimos meses revela la absoluta inviabilidad de cualquier alternativa política que no asuma el rumbo estratégico y las transformaciones realizadas en la década del 90 como el punto de partida necesario para enfrentar la crisis. El sentido general del documento de catorce puntos impuesto hace poco más de un mes por los gobernadores peronistas al propio Duhalde es absolutamente inequívoco.
Lo cierto es que el peronismo afronta nuevamente la responsabilidad de superarse a sí mismo. Está obligado a recrear su unidad de concepción alrededor de una clara visión estratégica y de una propuesta política sobre el presente y el futuro de la Argentina. Así como en 1989 no quedó aferrado nostálgicamente a lo que planteó y ejecutó a partir de 1945, hoy tampoco puede quedarse en la simple reivindicación de las realizaciones de la década del 90. El mundo y la Argentina han vuelto a cambiar. Hay nuevos desafíos que exigen nuevas respuestas.
Sólo así el peronismo podrá revitalizar su mística revolucionaria y movilizar a su inmenso caudal de militancia política y social, hoy desorganizado y disperso, pero implantado territorialmente en todos los rincones del país. Esa formidable red de cuadros, cuando funciona organizadamente, es la herramienta que le posibilita alcanzar un nivel de inserción social de una profundidad tal que lo convierte en una fuerza políticamente arrolladora.
A partir de esa indispensable recuperación de la unidad de concepción, resulta posible encarar la tarea de reorganización política del peronismo, cuya realización exige la participación y la movilización de toda su militancia. Dicha reorganización política reconoce en las actuales circunstancias tres grandes ejes territoriales diferenciados:
1°) La articulación del peronismo del interior, que permita una integración política nacional, más allá de feudalismos locales, de modo de integrar armónicamente a todos los liderazgos provinciales y regionales en un proyecto común.
2°) La renovación del peronismo de la provincia de Buenos Aires, que termine con la hegemonía política de un aparato partidario burocratizado y anquilosado, cada vez más divorciado de su base social, erigido además en socio principal de un "partido bonaerense" aislado del resto del país.
3°) La refundación del peronismo de la ciudad de Buenos Aires, que posibilite su reinserción en la sociedad porteña, que fue la cuna de la Alianza y todavía es el principal bastión político más hostil al peronismo de toda la Argentina.
El peronismo no es un "club privado". Ha sido y es un gran movimiento nacional. Ningún acuerdo de dirigentes puede asumir la representación de su voluntad. Por eso, es absolutamente imprescindible la convocatoria a elecciones internas, de carácter abierto, para nominar a su futura fórmula presidencial. De ese modo, el peronismo puede dar el ejemplo en la respuesta necesaria a la profunda crisis de legitimidad que padece el sistema político argentino, que demanda una profunda reformulación institucional y que implica en la práctica la fundación de una Segunda República, una tarea de una envergadura histórica semejante a la que encarnaron hace ciento cincuenta años aquellos gobernadores reunidos en San Nicolás.
Tercera Parte |
Segundo Centenario , 04/06/2002 |
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